Tomamos un tren desde el bullicioso centro de Madrid hasta El Escorial, un pueblo hacia norte, en la Sierra. Somos siete mujeres: cuatro estadounidenses, dos británicas y una española. La mayoría somos extranjeras que estamos intentando hacernos un hueco aquí, desafiando la cultura, los estereotipos e, incluso, a nosotras mismas. Aunque nuestra amistad es reciente, nuestras singulares y vidas paralelas nos proporcionan una base inquebrantable de amor y comprensión. Somos mujeres, ciclistas, viajeras, mensajeras, mecánicas; y somos fuertes. Vamos de Madrid a Salamanca. España en bicicleta.
En el tren, nuestras bicis cuelgan todas apiladas: manillares cruzados, pedales entre los radios. Nuestros cuerpos imitan a nuestras bicis: piernas cruzadas sobre regazos, brazos entrelazados. Cuando llegamos a El Escorial tomamos un café y luego, torpemente, nos dirigimos a la carretera. De hecho, sólo tenemos que atravesar una cerca en el camino.
Lo que comienza como un falso llano, se convierte rápidamente en un recorrido con curvas de herradura y rampas empinadas. Las risas se desvanecen de golpe y todas comenzamos a hacer un inventario interno de lo que llevamos en nuestras bicicletas y alforjas. Nos dividimos en parejas según ritmos, animándonos mutuamente y maldiciendo la subida. Cheve, nuestra intrépida líder española, y yo, coronamos las primeras. Preparamos nuestras cámaras y nuestro orgullo. Jennifer, luchando por superar la pendiente final, aparece pálida y hambrienta. La llenamos de alabanzas, ya que ella es la única en bici de piñón fijo.
Sin saberlo, acabamos de completar el segmento más desafiante del viaje; sin embargo, los incontables kilómetros que aún quedan por delante —más de 150km— nos llenan de dudas y desazón.
Paramos a comer en La Cañada. Ruth, una de nuestras expertas mecánicas de Manchester", se ríe, señalando que el nombre de la ciudad "es como Canadá pero con un garabato en la N”. Sólo hay un bar abierto, "Casa Paco". Entramos en tropel, riéndonos, para encontrarnos con una sala llena cazadores, señores mayores vestidos de camuflaje, que nos miran con recelo. La situación se vuelve un poco incómoda, pero estamos juntas y hambrientas, lo que se traduce en seis bocatas de tortilla francesa con queso y tomate, seis Coca-Colas y dos raciones de patatas fritas.
Un ex guardia civil aparece saludando a los cazadores, para después pasarnos unas fotos y ofrecer su aprobación paternalista no deseada. Minutos antes, subiendo por una empinada y sinuosa carretera, nos habíamos cruzado con él; con la cámara cubriéndole la cara, parado junto a su Vespa roja cargada de troncos, nos sacaba fotos desde el arcén. Tiene el pelo gris y una gran sonrisa. A la mayoría de nosotras nos resulta incómodo y fuera de lugar, mientras que a las demás les parece entrañable.
Salimos del bar con la tripa llena, con fotos profesionales no solicitadas y el deseo de que la próxima parada sea distinta, en un pueblo quizá más abierto.
Mi mejor amiga Lily, una estadounidense que conocí en Madrid y recientemente se mudó al norte de España, nos intercepta en Ávila en tren. Compró su bici hace ocho días y todavía no tiene dominado lo de sacar las ruedas. Su inexperiencia, por un lado, y su deslumbrante personalidad, por otro, se traducen siempre en un montón de nuevos amigos y una gran cantidad de anécdotas que contar. La llamamos según pasamos la muralla del castillo: "Tía, ¿quieres que vayamos a la estación de tren para ayudarte a montar la bici?", se ofrece Amy, nuestra otra experta mecánica de Manchester que cogió el autobús nocturno de Barcelona a Madrid para pedalear con nosotras. "No, no te preocupes, nos vemos en el Airbnb. ¡La gente en Ávila es muy maja! ¡Tengo muchas ganas de veros!", responde Lily alegremente.
Nos duchamos y compartimos penurias sobre el primer ascenso saliendo de El Escorial. Pam, que suele recorrer Madrid en bici cargando con su compañera, una perra sabuesa llamada Julieta, nos revela su método motivador: cantar canciones en su cabeza mientras pedalea. Sus temas preferidos son "Push it" y "This is how we do it".
Cuarenta minutos más tarde, ya duchadas, suena el timbre. Acudimos a la puerta ansiosas por ver en qué estado han llegado Lily y su bici. La bici está totalmente desmontada. Lily está enredada con plástico de embalar entre las ruedas y la bici. Es difícil decir dónde empieza ella y dónde termina la bici. Le van a doler los brazos durante toda la semana, pero ella sólo habla, entusiasmada, de la amabilidad de la gente de Ávila y cuánto la han ayudado. Comemos pizza fuera de las murallas del castillo. Esatamos desfallecidas, con ganas de ir a dormir y partir a Salamanca por la mañana.
***
Somos un ejército y un espectáculo pedaleando a través de pequeños pueblos, sonriendo a los que esperan el autobús o se reúnen alrededor de las fuentes de piedra en las plazas, imaginando lo sorprendente e inusual que debe ser para ellos encontrarse con nuestra grupeta de mujeres ciclistas con ese destino lejano. A pesar de la confusión que se refleja en sus caras, los viejos con boinas y bastones nos saludan con entusiasmo cuando pasamos. A veces incluso gritan "¡Vamos, vamos, vamos!" o preguntan a dónde nos dirigimos. "Vamos a Salamaca", gritamos, mientras ponen los ojos como platos, se muestran escépticos, y hacen bromas sobre por qué no vamos en coche, sin más.
Atravesamos pueblo tras pueblo. El sol brilla bajo, y buscamos sustento en una gasolinera, tomando un respiro, y planeando nuestros próximos movimientos: supermercado, Airbnb, ducha, festín. Con salsa de tomate, arroz, verduras y queso atados a las alforjas en los pocos resquicios que quedan libres, pedaleamos hacia la luz dorada del horizonte. Casi hemos llegado.
Una puesta de sol de color pomelo rosado hace que nuestra escalada final parezca aquel camino de ladrillos amarillos del Mago de Oz. Pero en este caso, Oz es un pueblo llamado Martinamor y es mucho menos mágico. Se parece más a un cámping o una urbanización, del estilo de las que tienen enormes carteles hechos de materiales caros y muchas columnas decorativas que no sujetan estructuralmente nada.
El pueblo está dividido en dos, con un gran bar en medio que tiene la palabra "jamón" en el nombre y pezuñas de cerdo como tiradores en las puertas. En las próximas horas, entraremos y saldremos por las puertas de manitas de cerdo en busca de vino, cerveza, jamón, y café por la mañana para desayunar. La facilidad con que ha fluido del viaje hasta el momento llega a su fin cuando nos quedamos fuera del Airbnb sin llaves. En aquel momento éramos una panda de chicas apestosas y hambrientas, con muchas ideas legítimas —e ilegales— sobre cómo superar la elevada puerta de hierro.
Un par de miembros del grupo, que no habían dejado que el hambre les afectara todavía, exploran el otro lado de la comunidad para ver si hubiera otro número 33 y ¡sí! Lo hay. Llaman, y pasamos del bar de manitas de cerdo a nuestro palacio particular Airbnb con duchas, camas e incluso una chimenea. Llenamos el hogar de hedor, alegría y caos a medida que satisfacemos nuestras necesidades básicas: higiene, hambre y calor. Con el pelo mojado y las sudaderas puestas, bebemos cerveza alrededor de la chimenea, mientras nos echamos a reír con la boca llena de patatas fritas. Ruth y Jennifer nos llaman a la mesa mientras cortan, cocinan y preparan un festín. Sentadas para cenar, nos sentimos pesadas pero ligeras en espíritu; cercanas, cómodas y algo pensativas.
***
Al dia siguiente, somos otras: chicas aseadas, con ropa limpia y sin preocupaciones. Desde Martinamor llaneamos bajando durante 20 km hasta Salamanca. Charlamos más que pedaleamos y, de repente, estamos haciendo fotos en la señal de entrada a Salamanca en las afueras de la ciudad. Ojeamos los principales lugares de interés y buscamos sol y sustento. De pronto, estamos en un parque con jamón, queso, patatas bravas y tortilla española frente a nosotras.
Nos sumergimos en esta alegre burbuja de cerveza, felicidad y unión hasta que llega el momento de coger el tren de vuelta a casa. Nos abrazamos con fuerza, estrechamente, como una familia lejana, como si hubiéramos pasado por momentos difíciles juntas, como si no quisiéramos volver a casa todavía. Sacamos las ruedas, colgamos nuestras polvorientas bicicletas y nos hundimos en nuestros asientos, dejando que el tren nos acune tras nuestra aventura de ensueño. Un viaje en tren a casa siempre es un final perfecto para una historia. Lily nos envía un mensaje desde su hogar en Oviedo, Asturias, "¡Adivinad quién no ha tenido que cargar con su bici a casa desde la estación de tren!"