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'Elogio del Tour' - extracto

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Éric Fottorino | 27 Jan 2019

'Elogio del Tour' - extracto

'Elogio del Tour' - extracto

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Publicamos el primer capítulo de libro Elogio del Tour, del periodista Éric Fottorino, publicado dentro de La Caja de la Bicicleta (La Caja Books, 2018). Traducción de Isabel Margelí.

***

Corrí mi primer Tour de Francia cuando tenía once años. Me llamaba Luís Ocaña y mi intención era derrotar al ogro Eddy Merckx. Llevaba el maillot amarillo, duramente conquistado tras una cabalgada quijotesca en la etapa de Orcières-Merlette (yo prefiero decir "Sorcières", ‘brujas’), en los Alpes sobrecalentados del verano de 1971. Le había arrebatado la camiseta de la espalda, directamente de la piel, devorándola hilo de oro a hilo de oro. Ya podía correr para recuperarlo. Si hubiera colgado su refrigerio de mi sillín, no habría comido por un tiempo. Yo era Ocaña, con su aspecto de torero de raza, buenas articulaciones, sangre espumosa en las venas, mirada negra fija en las cimas, espalda redondeada de gato que bufa… Había puesto en marcha una de esas ofensivas que te proyectan directamente a la Historia. El ogro había visto desaparecer, impotente, mi maillot naranja del equipo Bic. Yo pedaleaba y pedaleaba, volaba como todos los escaladores de La Légende des cycles antes que yo, empezando por Federico Bahamontes, el Águila de Toledo, victorioso en la Grande Boucle de 1959. España introducía su cuerno hasta los Alpes, como habría cantado Nougaro, y dale, dale, Ocaña, mientras los hombros de Merckx se bamboleaban. Este iba a ceder por primera vez, a hundirse en el hormigón licuado por el mismo sol que matara a Simpson no hacía mucho con la grava fundida del Ventoux.

Todos los escaladores del Olimpo: Bahamontes, al que ya he nombrado, pero también Charly Gaul e incluso Jiménez, Fausto Coppi, Bartali… Todas esas sombras proyectadas por las pendientes del Tour reaparecían a cada pedaleo con que Luis y yo, su doble, nos convertíamos en Grandes de España. El español de Mont-de-Marsan tomó la camiseta como si nada, aquello era una fiesta, con estocada a un belga que sangraba por el flanco sin darse por vencido. Al día siguiente, cuando ya la carrera se desplazó de las cimas al llano, Merckx descendió a una velocidad de vértigo y convirtió la salida en una pesadilla para el pelotón, su líder flamante y sus adormecidos seguidores. Una galopada deslumbrante. Eddy, herido en su amor propio, era un peligro público. Machacando su bici para rodar aún más deprisa, dejando motoristas atemorizados a su paso, se mantuvo doscientos kilómetros apretando al máximo, y aun así le sacó un minuto de nada al imperial Luis en la llegada, que había minimizado al máximo los daños, llevado, transportado por su preciosa camiseta, que pronto iba a ser de Nessus.

El Tour había terminado. Merckx iba a perder. Cundía el pánico: ¿Merckx, perder?

 

En la tarde posterior a la retransmisión televisada de la etapa monté mi bici híbrida, a la que había sometido a algunas afrentas por exigencias del duelo sin piedad que me enfrentaba al campeón belga. Mi montura había prescindido del guardabarros y de los faros, demasiado pesados y comodones. Incluso perforé al tuntún las fundas de las manetas de frenos, para perder a toda costa unos gramos preciosos. La cuestión era escalar los montículos como un avión una vez lanzado a La Chalosse con mis compañeros, tan locos por la bici como yo. Me iba con los críos del pueblo de Des Pins, en Dax, el barrio de mis abuelos llegados del norte de África. Mis principales competidores eran los tres hermanos Ascencio; hijos de un repatriado veloz y tenaz, pedaleaban montados en las vigorosas "carreras" de su padre, unos artilugios demasiado grandes para ellos, pero de primera categoría. Esas bicicletas habían ganado antaño grandes pruebas ciclistas en Marruecos, en las rutas del Atlas, y eso sí me infundía respeto. La lucha era porfiada. Si el hábito no hace al monje, la bici purasangre sí hace un poco al corredor. Por entonces, con mi Peugeot trucada invertía todas mis tardes en llegar a ser Luis Ocaña, aunque no entendiera ni jota de español más allá de lo que oía gritar en la feria los días de corrida: "¡Olé!". Nos esforzábamos, resoplábamos, estábamos en el paraíso, en el reino encantado de la pequeña reina.

Llegaron los Pirineos con su Tourmalet, su Col de Mente, sus nubes y sus tormentas. Toda España había cruzado la frontera para animar a Luis, cubierto de oro y, pronto, de sangre. Porque iba a haber sangre y olor a muerte, una atmósfera de ruedo por la tarde, del lado de sombra. En el descenso del puerto Ocaña ya se colocó en la avanzadilla. Yo lo devoraba con los ojos ante el televisor. Sus músculos respondían a la perfección; sus frenos, no: en una curva muy cerrada y sobre una calzada resbaladiza como el jabón, cayó con todo su peso. La lluvia arreciaba. La tormenta retumbaba y los relámpagos hacían las veces de flashes para los atónitos periodistas que "omitían el deber de socorro" a una persona en peligro, a un campeón hecho trizas. Aunque se había herido, el amarillo dominaba aún en su torso y él era orgulloso y valiente, de modo que volvió a montar su bicicleta. Al fin, unos espectadores lo ayudaron a aguantarse en el sillín. "¡Que sigue, que sigue!", exclamé. Ilusión: ya no siguió. Arremetiendo contra la niebla espesa, el portugués Joachim Agostino (que años más tarde se mató al impactar contra un camión), el corredor de mejor pasta, el más dulce, pesado y cálido como un "toro de fuego", Joachim topó con Luis, seguido de Zoetemelk, cuyo apellido significa ‘leche azucarada’. Con las costillas perforadas, Luis estaba perdido. Luis había perdido. Se desmayó. De pronto, sus sueños de alzar el vuelo fueron atravesados por las aspas de un helicóptero. España lloró, y yo también.

En el salón de mis abuelos, con todos los postigos cerrados contra el sol y contra el duelo, fui el bello Luis, el tenebroso, el viudo inconsolable de la bicicleta. Había que reaccionar con rapidez, buscar un remedio. Sobre las baldosas frescas del pasillo que conectaba los dormitorios con la cocina, vengué al orgulloso castellano con mis pequeños corredores de acero: gracias a unos dados un poco trucados, el que vestía el espléndido maillot Bic se lanzó al frente cual una llama naranja. Atrás dejó a Merckx, Poulidor, Thévenet, Gimondi y todos los demás. Se elevó hacia la luz y, de no haber sido por mi timidez, sumada a una ortografía defectuosa, habría enviado al momento este telegrama al herido grave trasladado al hospital de Luchon: "Querido Luis, stop, duerme en paz, stop, para mí no cabe duda, stop, tú has ganado el Tour 71".

Al día siguiente, Merckx se negó a enfundarse el maillot amarillo. Una nobleza muy española. No esperaba menos de aquel señor por quien mi joven corazón latía en tres tiempos, dos sordos y uno furtivo (me habían detectado un ligero soplo que no me impedía pedalear hasta perder el aliento). El rey Eddy no se consideraba digno de lucir su camiseta sobre la alfombra verde. Dos años más tarde, Ocaña ganó un precioso Tour, pero Merckx se había quedado en casa. Como si, por pudor, no hubiera querido ser testigo de las bodas de Ocaña con la Grande Boucle. Aquella fue mi primera lección de ciclismo: una mezcla de lucha abierta, de trifulca sin piedad, de heroísmo y de mala suerte, de injusticia y de honor.

Han transcurrido más de cuarenta años y siempre he defendido aquellos valores, en los que no he dejado de creer pese a los deshonestos que, junto con sus cómplices, han puesto en peligro los ideales del Tour. Y es que el heroísmo ya no es de rigor: el dopaje ha echado la fiesta a perder. Desde el verano del 71, he sido Merckx por el brío, el coraje y la clase, por la carrera en cabeza hiciera el tiempo que hiciera, por el récord de la hora erigido en tortura. He sido Maertens por la rapidez. Sobre todo he sido Thévenet, con su voluntad de hierro y su mentón conquistador. El Thévenet del póster de mi cuarto de adolescente en La Rochelle, entre Coppi y Merckx. El hombre que puso fin al reinado del Caníbal merecía todo mi respeto. Bourguignon, con cara de tozudo, escalador boxeador con maillot Peugeot a cuadros, tenía buenas cartas en la mano (y en su juego de piernas, admirables en posición de bailarina). Músculos nudosos como cepas de la Côte de Nuits, porque de cuestas sabía lo suyo. ¿Acaso no triunfó un año en el Tourmalet a solo unos días de una caída que lo había dejado inconsciente, preguntándose qué hacía en su bicicleta? Después de llevar el maillot tricolor, le faltaba uno amarillo.

Ocurrió en 1975, de nuevo en esos Alpes de los que Merckx terminó por desconfiar. En la etapa Para-Loup (y, cómo no, mis miedos infantiles buscaban al gran lobo feroz), el Caníbal lucía su camiseta de color junquillo y llevaba la voz cantante, pues con su brío habitual ya se había destacado. Le pisaba los talones Felice, el gran Gimondi, vencedor del Tour 1966, uno de esos campeones que han debido de maldecir el nombre de Merckx por la cantidad de victorias que el belga les "robó". ¿Cuántos Tours habría ganado Felice sin aquel insaciable? También detrás se afanaba Thévenet, lúcido pero a distancia. Luego la separación se estabilizó. Hacía mucho calor y los cromos de los parachoques brillaban muy por delante, allí donde Merckx llevaba a cabo su fantástico galope, como cuando tenía veinticinco años y dispersaba al pelotón como si fueran perlas de un collar roto.

De pronto, Thévenet atrapó a Gimondi y lo dejó atrás. Quedaba el joven, allá enfrente. Thévenet iba cada vez mejor. Merckx marcaba el paso imperceptiblemente. En un largo falso llano, la cámara apostada en la moto lo mostró igual de entregado, moviéndose, pegado al camino. Y Thévenet se abalanzó sobre él, entre dos líneas de espectadores que formaban ya una guardia de honor. Me quedé sin aliento ante el televisor y me encorvé sobre unos pedales imaginarios para transmitir al borgoñés todo mi influjo nervioso a través de la pantalla. En la calzada, dos corredores apenas podían sostenerse uno junto al otro. Por un instante revivimos el mano a mano de Anquetil y Poulidor en 1964, en la cima del Puy de Dôme; el gran farol de Anquetil. Pero ahí no había farol, ni fase de observación. Thévenet saltó a la izquierda y adelantó a Merckx a toda velocidad, sin dignarse siquiera a mirarlo. Le sacó cinco metros, diez metros, cincuenta, y le arrebató toda su vida de golpe.

Sigo con la convocatoria: fui Van Impe el Duende, y luego Hinault el Luchador. Fui Fignon el Pistolero, hermano por edad y por coraje; me reí con él, me enfurecí por sus ocho segundos de nada que lo expulsaron al infierno de los segundones, a un dedo de LeMond, en 1989. Luego, llegada cierta edad y caídos los cabellos, fui Pantani, el Pirata, con ese inquietante brillo de Mefistófeles.

Hubo un tiempo en que el dopaje no estaba en el candelero, y los dioses del Tour de Francia reinaban con su atavío de oro que nada podía empañar, o muy poco. Por un Tom Simpson, desdichada víctima de las anfetaminas, cuántos campeones mantuvieron su aura intacta. Es cierto que, bien mirado, los gigantes de la carretera no llegaron a viejos: Fausto Coppi (curioso, ese Fausto como nombre de pila), Louison Bobet, Jacques Anquetil, mi héroe Luis Ocaña… Pero el dopaje no alteraba la clasificación de las pruebas como ocurrió en los años negros de la EPO. Cuando ciclismo empezó a rimar con cinismo.

Abandonado por los falsos héroes de la época, me convertí en una criatura de Julio Verne que confunde su bicicleta con una máquina de retroceder en el tiempo. Fui Coppi e incluso su reencarnación. ¿Acaso mi nombre no sonaba como Fausto? ¿No se había marchado él para siempre, y muy antes de tiempo, el año de mi nacimiento, 1960? Estos indicios me convencieron fácilmente de que había algo de Coppi en mí: el pulso lento, las piernas largas, un corazón así de grande para comerme las montañas… Mis proezas se limitaban modestamente a pendientes rumbo a ferias de pueblo, cuando el gran Fausto, encaramado a su bicicleta, albatros de carne y de agua (poca carne y mucha agua), conquistó el mundo entero. Y, con todo, ¿cuántas veces, apretando los pedales en el Aubisque o el Tourmalet, soñando con grandezas para sustraerme al dolor, tomé mi aliento por la respiración de Coppi y confundí Fotto con Fausto? Lívidos los dos de tanto esfuerzo, cual criaturas de escayola, el Campionissimo volando hacia su apogeo y yo regresando al cortejo de los "etcétera" que permanecerán ajenos a las luces de la gloria ciclista…

Fui también el Bobet de la época en que lo llamaban Bobeta y en que lloraba de dolor y de rabia frente a la derrota, cuando el burlón de Hassenforder soltó al aire: "¡Yo tengo un Bobet en cada pierna!". Era Bobet cuando me gritaban en las calles de Burdeos mientras me lanzaba hacia la escuela montado en mi bici, hacia 1967 o 1968: "Si bajas la cabeza parecerás un corredor…", o bien: "¡Ánimo, Bobet!". Mi sombra me adelantaba y yo echaba el bofe queriéndola atrapar. Fui Roger Rivière antes de su caída como semidiós en el cuello fatal de Perfuret. Fui Géminiani con sus lágrimas de perdedor y con sus arranques de cólera de vencedor. Fui Charly Gaul, el amigo de la lluvia, todos detrás y él por delante, fui Darrigade arremetiendo cual bólido en el anillo de Burdeos, fui Rik Van Looy, al que una amiga se empeñaba en llamar Riche van Looy, y renuncié a corregirla, dado que tenía razón: rico en cuanto a clase, a esprints victoriosos y a embestidas implacables cortando la línea blanca de la meta. Fui Kübler en zigzag por el Izoard, ahogándose en el empinado serpenteo y hablando de sí mismo en tercera persona singular. "El Izoard no es un puerto como los demás", le había advertido Géminiani, apodado el Gran Fusil. "Ferdi, tampoco un corredor como los demás", respondió el cucú suizo, siempre a la hora en la desdicha. Fui el supersónico, el supertónico Koblet, que sacaba el peine y ponía el cronómetro en marcha para medir los estragos causados en el camino de Agen. Más allá en el tiempo fui Robic o Biquet, cabeza dura y casco de cuero, tozudo como un bretón y primer ganador del Tour después de la guerra, precipitándose por la costa de Bonsecours, a toda pastilla hacia el velódromo de la Cipale de Vincennes.

Mucho antes fui Eugène Christope reparando él solo su bici accidentada en un taller de Sainte-Marie-de-Campan, cuando perdió para siempre el Tour de Francia de 1913 pero se ganó la admiración de un pueblo y escribió sus letras de oro en la historia del ciclismo. El desdichado corredor había visto quebrarse sus esperanzas al hacerlo la horquilla de su bici, tras convencerse de que se llevaba la prueba cuando franqueó la cima del Tourmalet en segunda posición. La historia fue mil veces contada, y sin duda resuenan aún en la montaña, en las silenciosas noches de invierno, golpes de martillo propinados por el furibundo Christophe ante la mirada del herrero, obligado por el reglamento de entonces a no ayudar a aquel enviado del Diluvio. Con un vacío en el estómago, el herrero quiso alejarse un instante, pero el galés le dio la orden de permanecer junto a él para ser testigo de que no hacía trampas… "Si tienes hambre, zámpate tus magníficas bolas de carbón", soltó, poco amable, el aprendiz de Vulcano con feroces bigotes…

Fui también el famoso Lapize subiendo una octava más cada vez en plenos puertos pirenaicos, fallecido en el campo de honor de la Gran Guerra después de ganar el Tour, pero cuyo nombre apareció inmortalizado sobre mis calcetines cuando lo lucí en las correas de cuero de mis calapiés: "Octave Lapize".

Fui un corredor aficionado e insignificante pero un fanático de los héroes del Tour, vacunado con un radio de bicicleta; aunque a quién se le ocurre hablar de inyecciones…

Má información sobre La Caja de la Bicicleta.