Artículo incluído en el VOLATA #6, dedicado al Ciclismo en Lucha.
Forma parte de la misma esencia de las comunidades imaginadas —en la definición del recientemente desaparecido Benedict Anderson— remontar el origen de sus tradiciones a tiempos inmemoriales, allí donde todo era puro, no existía el pecado y la nación recogía los frutos directamente del árbol. Pasa a nivel macro y pasa a nivel micro, como cuando creemos que un traje regional es tan antiguo como Atapuerca o que los romanos ya cultivaban la vid y exportaban a Roma el vino típico de un paraje que todavía hoy es virtualmente inaccesible y sigue estando a miles de kilómetros en línea recta.
Así funciona la evocación del pasado cuando se pertenece a una comunidad: antes todo era mejor o, peor aún, siempre ha sido así y no lo vamos a cambiar. Creemos que Holanda siempre ha sido un país de bicicletas y desplazamientos urbanos preferentemente en este tipo de transporte porque el país ganado al mar ha conseguido hibridar su imagen nacional con las dos ruedas y pedales. Sin embargo hubo un tiempo en que todo eso casi se pierde en las grandes ciudades del país. Si ha llegado hasta nuestros días es en parte por la acción de un efímero y pequeño grupo de provocadores, aglutinados en los movimientos típicos de los años sesenta.
Es muy fácil ver bicicletas en las fotografías de las grandes urbes europeas hasta mediados de siglo, incluso en las españolas, aunque muchos de los nuevos conversos a la fe de la bicicleta lo ignoren deliberadamente, porque parte de su comunidad imaginada consiste en vender esa imagen. Con la postguerra europea las ciudades cambiaron: el mercado empezó a ofrecer vehículos con motor de explosión a precios económicos, polivalentes y movidos por una gasolina que estaba regalada.
En un periodo muy corto de tiempo desaparecieron gran parte de los tranvías —comprueben las fechas en su ciudad y verán como ninguna es posterior a 1965—, y se empezaron a dar nuevas comodidades para el entronizado rey coche: aparcamientos en el centro, preferentemente verticales, autopistas, viaductos e intersecciones elevadas hasta la altura de un quinto piso; todo para mejorar la movilidad, una de las palabras-mantra de los urbanistas. ¡Esas postales de época, con la plaza principal convertida en un aparcamiento al aire libre!
En Holanda eso también era posible. Estaba la fenomenal disuasión de los canales, pero ni siquiera eso era un obstáculo. Se propuso y se llegaron a cubrir canales en la periferia de Ámsterdam, Maastricht y otras ciudades, aduciendo la principal razón que esgrimen los urbanistas cuando van a cometer una tropelía: la salubridad. La presión del coche y su industria asociada era la imaginable, especialmente a cargo de sus dueños, que no dejan de ser votantes, y canales ya había de sobra.
Había muchos precedentes: durante la dominación napoleónica y luego austríaca de Venecia se llegaron a cubrir canales en la ciudad, especialmente por la zona del Arsenal. Lo que hoy nos parece una aberración tenía su justificación en lo mismo por lo que el corso sacó los cementerios de los centros urbanos y agrupó lo que eran decenas de camposantos en uno solo y comunal: sí, la salubridad. Sin embargo, en los sesenta no se planteaban ese tipo de cuestiones con el coche, y sí sobre canales de aguas muertas.
Al calor de las agitaciones propias de la época de los setenta, en Holanda surgió un grupo efímero llamado Provo, que quería suscitar reacciones violentas en las autoridades y fuerzas de seguridad mediante acciones no violentas. Todo muy de la época. Una típica acción de este tipo era insertar el fanzine que editaban —solo duró doce números, la esperanza media de vida de estas publicaciones— dentro de los ejemplares de De Telegraaf (el diario monárquico-conservador por excelencia de Holanda), todo un contraste dada su marcada querencia por hablar de temas anarquistas —el mítico número cuatro, el más logrado, dedica casi la mitad de su extensión a hablar de Bakunin— o, peor aún, anticonsumistas. Estamos en plena efervescencia de la Teoría Crítica de El Hombre Unidimensional de Herbert Marcuse, que entonces se blandía como un catecismo y ponía en cuestión la capacidad de oposición al status quo en las sociedades industriales. "Ya que no existe el proletariado, vamos a inventar el provotariat", dijo Roel van Duijn, uno de los fundadores: "Será esa masa de jóvenes rebeldes que no tiene miedo de un poco de toma y daca", y siempre desde un estricto compromiso con la no-violencia. El término provo viene de estos provocadores (provoceren, en holandés), muy influenciados por la Internacional Situacionista, el humor del Dadaísmo y el anarquismo entendido desde la prosperidad de la sociedad holandesa.
Provo se fundó en la primavera de 1965 y se disolvió dos años después. Sin embargo, se puede afirmar que su legado perdura hasta hoy en día y que gran parte de sus preceptos han sido asumidos por la sociedad holandesa. Entre sus fundadores se contaban un militante antitabaco (que llegó a escribir la palabra cáncer en todos los anuncios de cigarrillos de Ámsterdam en 1962), dos anarquistas y una preocupación patente, también muy de la época, por el urbanismo, e íntimamente vinculado a esto último, por la bicicleta como elemento preferencial de movilidad en una ciudad.
El brazo político de los Provo —de nuevo otro elemento de la época— llegó a sentarse en el Ayuntamiento de Ámsterdam y sacó adelante el Libro Blanco de la Bicicleta, a cargo del visionario Luud Schimmelpenninck. Se trataba de un visionario porque planteó en 1965 y en plena Edad de Oro del automóvil —que acabaría ocho años después con la guerra del Yom Kippur— el cierre total de todo el centro de Ámsterdam al tráfico rodado, incluidas motos, incrementando en compensación el transporte público. Solo se podría acceder al centro con los witkar, un vehículo eléctrico de tres ruedas y todo un antecesor del car-sharing, incapaz de superar los 40 km/h. Además, el Ayuntamiento se dotaría de un sistema público de alquiler de bicicletas, que partiría de una cifra de dos mil unidades.
Nada de esto se aprobó entonces pero se dejó plantada la semilla. Ante el rechazo al plan, Schimmelpenninck y sus colegas provos cogieron decenas de bicis. Las pintaron de blanco, y las dejaron sin candado para que todo el mundo las pudiese usar libremente. La policía las requisó, porque la ley obligaba a viajar sobre dos ruedas con candado como medida para prevenir esa otra tradición holandesa que es el robo de bicicletas. Dicho y hecho: al más puro estilo situacionista y de provocación, los impulsores del Plan Blanco pusieron candados a las bicicletas... candados de combinación, al tiempo de dejaban el número secreto escrito en negro y bien visible sobre el cuadro. Hecha la ley, hecha la trampa.
La tradición ciclista de dejar una bici pintada de blanco en el lugar donde se ha producido un accidente mortal viene de aquí, concretamente de otro Plan Blanco para Víctimas, según el cual todo aquel conductor que causase una víctima mortal tendría que correr con los gastos de trazar la silueta del cadáver en el lugar del accidente y después rellenar el contorno con cemento blanco. Afortunadamente, la propuesta ha evolucionado con el tiempo hacia algo menos macabro, como es la bicicleta pintada de blanco.
El fanzine Provo tuvo un primer número de trescientos ejemplares de tirada, ciclostilados —hechos a mano, incluso la impresión— y donde incluso el nombre de la cabecera se pintó uno a uno; en el último, la tirada ascendía ya a 16 000 ejemplares, en su mayor parte regalados y todos plegados manualmente, con las páginas pegadas con una cinta muy popular en la época, en principio ideada para arreglar pinchazos de la bicicleta y no para unir las resmas de publicaciones subversivas.
Humor, provocación y juego (en la línea de los artistas y activistas Constant Nieuwenhuys o Theo Van Doesburg) para la acción, un ideal de la época parcialmente conseguido, o quizás también fuera una comunidad imaginada, donde en un grupo efímero de idealistas se reflejaba el germen de la imagen icónica de Holanda, que corría el riesgo de desaparecer en aquel momento: estaba prohibido que los ciclistas pasasen por determinadas calles, siempre con la excusa de su propia seguridad, y el movimiento Provo señaló con el dedo y el happening a los causantes de esa inseguridad, que siguen siendo los mismos.
En la plaza Spui de Ámsterdam se yergue una estatua (Het Lieverdje) de reducidas dimensiones que muestra a un chaval riendo como alegoría de la juventud de la ciudad. La estatua, regalo de una marca de tabaco, llevaba poco tiempo en su emplazamiento cuando se convirtió en el punto de referencia y reunión del movimiento Provo. Actualmente muestra una placa que recuerda el efímero fenómeno en un ambiente de librerías y donde todas las semanas hay un mercadillo de libros, llueva o truene, al igual que los holandeses usan la bicicleta, llueva o truene. Por cierto, la plaza es completamente peatonal, y el ajetreo lo ponen las bicis que van y vienen continuamente. Algunas son blancas, todavía hoy sinónimo en Holanda de bici pública de alquiler. Hoyen día la bici, como sinónimo de salubridad, es algo celebrado por los urbanistas de todo el mundo, conozcan o no el movimiento Provo.