“Hay muchas cosas en mi cabeza y tengo una necesidad constante de explicarlas. Y últimamente lo suelo hacer soltando muchos tuits, casi como hablara en voz alta”, comenta el escritor, periodista y filósofo Guillermo Ortiz (Madrid, 1977) cuando se le pregunta sobre su activo perfil en las redes sociales y su amplio abanico de colaboraciones en publicaciones como Jot Down y Letras Libre. También se desfoga publicando libros y buscando nuevas manera de explicar el deporte sin dejarse llevar por los tics del fanatismo. Ahora publica El chico que soñaba con ser Gianni Bugno (Contra Editorial, 2020), una novela a caballo entre la crónica social y deportiva y la autobiografía. Hablamos con él de este nuevo libro, de sus inquietudes como narrador y las dificultades de ser adolescente.
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El autor, Guillermo Ortiz en una presentación precoronavirus © Eduardo López / Foto cabecera: Presse Sports
El libro, como ha pasado con muchos otros, tenía su lanzamiento previsto el pasado mes de abril.
Efectivamente, con el coronavirus la presentación del libro se al garete pero, por otro lado, el hecho de que durante el confinamiento se haya pasado por la tele el Tour de 1991, el de 1992, La Vuelta a España de 1988, de 1989... Resulta que ¡casi le ha dado publicidad! Porque toda esa época es la que se refleja en el libro, con nombres como Bugno, Chiappucci, Indurain, Rominger...
Cierto.
De repente, cuando hablabas del libro ya no hablabas en vacío porque lo podías ver en la tele. Para la generación de los que ahora tenemos cuarenta años, citar a gente como Rominger es muy obvio pero para alguien que tiene veinte años, no lo es tanto.
La novela traspira bastante nostalgia de aquella época. Esos veranos viendo el Tour por las tardes cuando tenías catorce o quince años...
La idea era exactamente esa. Por un lado, quería contar esa época, que es la de nuestra generación, porque creo que todavía no está bien contada. Ha habido un exceso de narrativa de los años ochenta, con series, películas, reportajes… Como el Cuéntame cómo pasó. Me parece que la década de los años noventa todavía está por contar desde el punto de vista sentimental. Fue un tiempo muy rico y de muchos impulsos y con referencias que aún no están manoseadas. También quería recoger cosas que no fueran tan solo ciclismo. Obviamente el hilo conductor es el ciclismo, pero eso me permitía contar cómo era la adolescencia durante los años noventa.
Y lo haces como si te hubieras metido dentro de tu yo adolescente
Desde el momento en el que Contra me propone escribir este libro, tengo claro que el enfoque no puede ser otro que el de una cierta inocencia, que el de alguien que está descubriendo el mundo. No me podía poner a escribir como experto, tenía que ponerme en la piel del que lo está viendo todo por primera vez, del que ve por primera vez a Bugno, del que ve a Chiappucci por primera vez. Me preguntaba, ¿dónde estaba yo cuando vi esto? ¿Qué sentí yo cuando vi aquello? ¿Qué es lo que me preocupaba entonces? Por ejemplo, todos sabemos cómo acabó el primer Mundial que ganó Óscar Freire, pero me apetecía contarlo desde el punto de vista de alguien que se encuentra aquello de repente y lo ve con una cierta inocencia, no desde el punto de vista de alguien que ya sabe cómo va acabar. Creía que ese enfoque podía marcar la diferencia.
Además, en la época de la adolescencia se vivía todo de una forma muy intensa.
Sí, todo era desmedido. Yo creo que el resto de la vida consiste en reubicar la adolescencia, donde has sentido todas las sensaciones posibles, en tratar de armar todo eso y aprender a disfruta, aprender a no ser feliz y a colocarlo todo con una cierta perspectiva. En la adolescencia todo va descontrolado.
Gianni Bugno, vistiendo el maillot de la selección italiana de ciclismo en el Mundial de ciclismo en ruta celebrado en Benidorm en 1992, hablando con Stephen Roche y Claudio Chiappucci.
Y, ¿cómo un adolescente va y se enamora de la figura de Gianni Bugno?
Pues por ese toque enigmático que tenía. Creo que para un adolescente que está descubriendo el mundo, eso es muy poderoso. Ver a este tío siempre detrás de las gafas de sol, siempre muy callado y reservado. Además, cuando veías a Chiappucci sabías lo que podías esperar, y cuando veías a Indurain también, pero, en cambio, con Bugno, nunca sabías qué iba a suceder. Pensabas, ¿hoy va a perder siete minutos o va a ganar la etapa? Y eso es muy atractivo. Además, hay otra cosa: es una figura difícil de clasificar. Si mirar su palmarés, está muy bien porque tiene etapas en el Tour de Francia, dos Mundiales en ruta, un Tour de Flandes, una Milán-San Remo… No es un perdedor pero tampoco es un gran campeón. Sin embargo, el impacto generacional que tuvo Bugno, no se corresponde con su palmarés. El palmarés de Tony Rominger es muchísimas veces mejor, pero si yo titulo el libro El chico que soñaba con ser Tony Rominger, solo me lo compran en Asturias —risas—. Alrededor de Rominger no había mucha más mística, pero alrededor de Bugno, la había y la sigue habiendo.
Pues ahora que lo dices...
Tiene el encanto, la belleza, el enigma y, además, Indurain le tenía la moral comida. Ese aspecto de la derrota, para un adolescente, es un sentimiento muy potente. Porque si hay algo común en la adolescencia es el sentimiento de frustración. Hay muchas cosas que quieres y que no consigues, como le pasó a Gianni Bugno.
¿A nivel literario, tiene la derrota funciona mucho mejor?
La narrativa siempre depende del narrador. Una narrativa alrededor de Induran ya se ha hecho y a pesar que es muy buena, admite muy pocos matices. La narrativa de Indurain es una narrativa de éxito de principio a fin. Indurain es un personaje que va creciendo poco a poco, luego se convierte en el gran dominador de su generación y luego se retira. Y no hay más.
Bueno, ¿quizás los matices están en todo lo que rodeó su retirada?
Sí, pero el año en el que se retiró, ganó la Dauphiné Liberé paseándose y, al final de ese año, en 1996, en la Vuelta a España, va y se retira. No hay una transición hacia otra época, no hay una etapa de decadencia. Periódisticamente puede haber interés en saber qué pasó exactamente en el momento en el que se retiró, pero narrativamente, no demasiado. En el caso de Bugno, dos años más tarde, en 1998, todavía seguía ganando etapas en la Vuelta, como la exhibición que hizo en Canfranc llegando solo con treinta y cinco años. Su carrera ha sido un constante arriba y abajo.
En el libro hay menciones a muchas etapas, corredores, situaciones... ¿Cómo te has documentado?
Sinceramente, más que documentarme lo que he hecho es un trabajo de comprobación. He intentado tirar de aquellos momentos que yo recordaba y de cómo yo los recordaba. Y, luego, me iba a una hemeroteca digital, como la del Mundo Deportivo o la del ABC para comprobar que aquello que recordaba fue realmente así. Y aún así, ¡se me colaron bastantes cosas! Pero tengo un muy buen amigo, que se llama Marcos Pereda, que me hizo un fact-checking importante. Pero la idea no era que el libro fuera tan solo una crónica ciclista. De hecho, por donde más pasó las tijeras el editor fue en las narraciones de etapa.
¡Ah!
Y creo que tenía su sentido porque a veces yo ponía demasiados detalles. ¡Es que me venían muchas etapas en la mente y quería contarlas todas!
También hay muchas referencias a canciones, series y programas de televisión, películas. ¿Es una forma de darle al deporte ese contexto social y cultural?
Me parece que esa es una forma de verlo muy interesante porque precisamente el ciclismo mueve mucha gente como yo, que nos gusta el ciclismo pero que no tenemos ninguna habilidad sobre la bicicleta. El ciclismo para nosotros solo es una cuestión social y es lo que nos ha acompañado toda la vida, porque todos hemos tenido en casa en algún momento la tele puesta con el Tour o la Vuelta. El Giro, quizás un poco menos. Mi abuelo, por ejemplo, miraba las etapas de la Vuelta porque quería ver si estaba lloviendo o no, porque tenía acciones en Fenosa —risas—. El ciclismo siempre ha sido mucho más el desarrollo, las bielas, etcétera. En los noventa era un fenómeno social. Y supongo que lo sigue siendo, aunque ahora todo es mucho más complejo. Pero entonces, cuando solo había una o dos cadenas de televisión el ciclismo algo vertebrador. No tenía nada que ver con el fútbol porque no habían los mismos tipos de enfrentamiento. Yo podía ser muy feliz viendo ganar a Bugno, pero si ganaba Indurain también me alegraba, y si Chiappucci se escapaba camino a Sestriere también lo disfrutaba. Tenía una función muy sana a nivel social. Y creo que no ha sido casualidad que, cuando empezó el estado de alarma, Teledeporte empezó a reponer ciclismo.
La llegada de Armstrong quizás cambió todo eso. Era otra forma de correr, incluso los corredores mostraban su sufrimiento de otro modo.
Yo ahí con esa generación de corredores ya me desconecté en el libro: en 1998 desconecté del ciclismo. Ojo, que seguía viendo el ciclismo y de hecho me chupé los siete Tours de Amstrong, pero la pasión con la que veía el ciclismo ya no era la misma. Pero en el libro igualmente planteo la duda: ¿el problema fue Armstrong o el problema fui yo?
Al final del libro, en el último capítulo, te centras en el ciclismo más contemporáneo, incluso dices que "los ciclistas son como avatares".
Si es que tienen un punto de eso ahora, con el casco, las gafas, ¿verdad? Sigo viendo las carreras porque simplemente me encanta el ciclismo, pero me lo miro desde una cierta distancia. Y, el hecho de haber sido padre, me ha cambiado la perspectiva de muchas cosas, porque ahora convives con alguien que es claramente de otra generación, que tiene su propia manera de entender las cosas. Mi hijo es muy pequeño, tiene ahora seis años, pero vemos la tele juntos y a él le gusta mucho el deporte. Aunque ahora está con el fútbol, yo me pongo el Tour y él se pone a mi lado y como le gusta mucho el color azul, va siempre con los de azul. Me pregunta, ¿y ahora quién está ganando?
Esa pregunta, ehem, también es habitual en adultos cuando se enfrentan por primera vez a la retransmisión de una carrera...
Y yo le cuento que quedan cuarenta kilómetros y que es irrelevante quién tire primero —risas—. Pero él va con los de azul, y es su manera de vivirlo. Pero en momentos como esos es imposible que no proyectes tus cosas en él. En cinco o seis años, ya se habrá hecho su composición de lo qué es el ciclismo, de lo que le gusta, de los corredores… Y yo no voy a poder entenderlo nunca. Por eso levanto un poco el juicio al final del libro y cuento cómo veo las cosas ahora que tengo cuarenta y tres años. Pero mi hijo, cuando crezca un poco, si esto le termina gustando, pues seguramente pensará que Bernal, Pogačar o Evenepoel serán lo más grande que se ha visto nunca. Y, ¡¿cómo voy a decirle no, no, que el bueno era Bugno?! No tiene sentido, cosa que me recuerda a mi padre, que es una figura que va apareciendo en el libro.
El equipo Gatorade tras finalizar el Tour de Francia de 1992
Correcto, es alguien que va aportado un constante contrapunto.
Los jóvenes o los niños ahora tienen que vivir sus ídolos de la manera en la que se viven las cosas a su edad y nosotros, pues lo vemos todo de otra manera. Además, nosotros ya hemos tenido a nuestros ídolos. Es muy difícil que a los cuarenta veas algo tan sorprendente que, de golpe, se convierta en tu ídolo.
Eso conecta con la última frase del libro, que dice: "el presente, que quede para otros".
Es que al final siempre va a haber un observador, un narrador, para el cual todas estas sensaciones que se han ido contando se van a repetir, con otros nombres y con otros momentos. Siempre va haber alguien que se enamore, que se desenamore, siempre va haber alguien que ponga la tele y vea a Gianni Bugno, lo que pasa es que ya no se llamará Gianni Bugno.
* Más información sobre "El chico que soñaba con ser Gianni Bugno" en Contra Editorial
* Lee la crítica del libro de Marco Blanco Gendre
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