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Un colombiano puede esconder a otro: cuarenta años de la victoria de Martín Ramírez en Dauphiné

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Ander Izagirre | 03 Jun 2024

Un colombiano puede esconder a otro: cuarenta años de la victoria de Martín Ramírez en Dauphiné

Un colombiano puede esconder a otro: cuarenta años de la victoria de Martín Ramírez en Dauphiné

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Llegaron a Francia y no tenían bicicletas. Tampoco maillots ni culotes ni chubasqueros ni guantes ni nada. Ni siquiera formaban una alineación completa: los mejores equipos del mundo se presentaron con nueve corredores en la salida, y ellos, un grupo de ciclistas aficionados colombianos, solo eran seis.

Terminaba mayo de 1984, Martín Ramírez pisaba Europa por primera vez y no sabía ni qué carrera era la que iban a disputar.

—Yo me documentaba en la Panamericana, la papelería más grande de Bogotá –cuenta Martín Ramírez–. Allá llegaba la revista Miroir du Cyclisme todos los meses, y yo todos los meses me iba a buscarla, la hojeaba, miraba las fotos, porque los textos no los entendía, y luego la devolvía al estante. Es que no tenía plata –se ríe–. Era cliente fijo todos los meses, miraba siempre la revista pero no me la llevaba. Ahí veía las fotos de Hinault, Lemond, Fignon, Roche, todos esos ganadores del Tour.

Una vez sí que se compró Miroir du Cyclisme: porque traía un póster de Bernard Hinault, el dominador del ciclismo mundial, que ya había ganado cuatro de los cinco Tours de Francia que se acabaría llevando. Ramírez colgó ese póster en su habitación.

A Ramírez lo llamaban el Negro. En la primavera de 1984 tenía veintitrés años, una espesa mata de pelo color cuervo, un rostro café con ojos verdosos que miraban profundos, desafiantes, convencidos, dos brazos como dos ramitas de avellano y unas largas, larguísimas, flacas piernas oscuras.

A Ramírez y a los otros cinco les explicaron que la Dauphiné Liberé era una carrera de ocho días muy importante: la disputaban los mejores ciclistas del mundo como última prueba antes del Tour de Francia, incluía un par de contrarrelojes y varias etapas montañosas, era frecuente que el vencedor de la Dauphiné ganara unas semanas después el Tour. ¿Cuáles eran los objetivos de los seis ciclistas aficionados colombianos en aquella carrera?

—A mí me hacía ilusión ver a Hinault en la salida –sonríe Ramírez en su casa de Bogotá, cerca de la estantería donde luce una pequeña estatua de un delfín de latón: el trofeo de ganador de aquella Dauphiné del 84.

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—Es que la invitación de la Dauphiné no era para ellos –cuenta Héctor Urrego, el periodista de Bogotá que abrió las rutas de Europa a los ciclistas colombianos. Urrego es un hombre pequeño, moreno y enérgico de 78 años, acaba dar su paseo matinal en bici hasta el alto de Patios y se ha sentado en su despacho, aún vestido de ciclista, sin tiempo ni para ducharse, porque Pogačar ha atacado a falta de 80 kilómetros en la Strade Bianche y él tiene que encender la tele y transmitirlo para la radio RCN. Urrego lleva 56 años contando el ciclismo colombiano en radios y periódicos, desde los Juegos Olímpicos de México en los que él mismo participó como corredor de pista sin mucho éxito.

—Como dicen mis hijos: eliminado en el desfile.

Equipo Café de Colombia-Varta-Mavic durante el día de descanso del 14 de julio del Tour de Francia de 1984: Rafael Acevedo, Rogelio Arango, Carlos Jaramillo, Hermán Loayza, Reynel Montoya, Néstor Mora, Pablo Wilches y Lucho Herrera, a hombros de sus compañeros (Foto: Presse Sports)

 

Urrego cuenta las historias del ciclismo colombiano con una mezcla de asombro y diversión que a menudo estalla en carcajadas, como si explicara por primera vez algo extraordinario que le hubiera sucedido el día anterior. La Dauphiné de 1984 es una de sus historias favoritas.

En los años 70, Urrego había ganado una beca para completar sus estudios de entrenador deportivo en Roma. Aprendió italiano y francés, trabajó de periodista en Juegos Olímpicos y Mundiales de ciclismo, se empapó de la tradición ciclista europea y por eso, en 1980, se presentó en los despachos parisinos del diario L’Équipe para convencer a los organizadores del Tour del Avenir de que invitaran a una selección colombiana. Alfonso Flórez, un escalador bigotudo que nadie conocía en Europa, derrotó a los soviéticos que llevaban años dominando esta versión del Tour de Francia para ciclistas de categoría amateur. En 1983, el mismísimo Tour cambió sus estatutos y se convirtió en una prueba open, abierta a profesionales y aficionados, para que participaran aquellos colombianos tan espectaculares que dinamitaban el pelotón en cuanto aparecían las montañas. Patrocinio Jiménez, antiguo niño minero, se lanzó a una gran escapada pirenaica, coronó en cabeza el Tourmalet, se quedó a un suspiro de ganar la etapa y vistió el maillot blanco con lunares rojos del rey de la montaña durante muchas etapas, hasta que se lo birló una alianza de belgas y holandeses que no estaban dispuestos a que un ciclista aficionado los humillara de aquella manera.

En 1984, Colombia anunció una selección para el Tour de Francia capitaneada por una joven promesa: un tal Lucho Herrera. Recibieron una invitación para correr también la Dauphiné Libéré, pero la rechazaron, porque esta prueba terminaba el 4 de junio, solo tres días antes de que empezara la Vuelta a Colombia, una carrera muy importante para ellos y para sus equipos locales. A Héctor Urrego le daba pena desaprovechar la oportunidad.

—En Colombia nadie sabía qué era la Dauphiné, esa vaina con qué se come, eso qué es –se ríe–. Pero a mí me parecía otra ocasión para que nuestros ciclistas siguieran entrando en Europa. Hablé con los organizadores: yo les busco otro equipo colombiano, verán que son buenos ciclistas...

Urrego habló con la Federación colombiana y con los responsables del equipo Leche La Gran Vía, que tenía ciclistas prometedores, ganadores de etapa en la Vuelta a Colombia y en el Clásico RCN, pero ningún nombre ni remotamente conocido en Europa. El patrocinador de la empresa láctea intuyó que aquella aventura tendría buena repercusión en los medios colombianos, así que dijo que adelante, que él pagaba los gastos del viaje. La Federación tenía contacto con la marca francesa Vitus, que se comprometió a prepararles las bicicletas. Podían inscribir a nueve corredores pero solo cinco se animaron a interrumpir su temporada, en vísperas de la Vuelta a Colombia, para volar de repente a Francia: Armando Aristizábal, Reynel Montoya, Pacho Rodríguez, Pablo Wilches y Martín Ramírez. Completaron el equipo con Alirio Chizabas, un escalador de metro y medio, del equipo Ferretería Reina. Participarían como selección colombiana.

Les dijeron:

—Ustedes llévense las zapatillas y listo.

**

Aterrizaron en París, viajaron en coches hasta Villeurbanne, en las afueras de Lyon, donde iba a empezar la Dauphiné un par de días después, y cuando quisieron salir a pedalear para desentumecerse un poco, descubrieron que no tenían con qué: nadie sabía nada de sus bicis. Hubo telefonazos de Francia a Colombia, de Colombia a Francia, conversaciones de madrugada, broncas, apuros, y al día siguiente apareció una camioneta de Vitus: traía un montón de cuadros, ruedas, frenos, pedales, cambios… Los ciclistas colombianos viajaban con el director deportivo Marcos Ravelo y con un auxiliar, Roberto Sánchez, que hacía de mecánico, masajista, preparador de avituallamientos y lo que surgiera, así que tuvieron que montarse las bicis ellos mismos.

—Yo no encontré ningún cuadro de mi talla –contó el diminuto Chizabas–, tuve que competir con una bicicleta demasiado grande.

También esperaban culotes y maillots con las letras de Colombia, porque participaban como selección nacional, pero nadie los había preparado. Así que salieron a buscar una tienda de deportes en Villeurbanne. Encontraron unos maillots muy feos de color ladrillo con una franja más clara en el pecho, pero era el único modelo del que quedaban seis unidades (posiblemente porque eran así de feos) y los compraron. Se los repartieron, según las tallas, como mejor pudieron.

—Solo teníamos un maillot cada uno, así que todas las tardes, después de terminar la etapa, teníamos que lavarlo a mano en la habitación del hotel –recuerda Ramírez–. Luego lo colgábamos de una silla, junto a la calefacción, para que se secara.

A partir de la cuarta etapa de la Dauphiné, con la aparición de la montaña, los colombianos encontraron una solución para la escasez de ropa: uno consiguió el maillot del mejor escalador, otro el maillot del mejor joven y otro el maillot amarillo. Y lo mejor de todo es que les daban uno nuevo todos los días.

**

Dos colombianos vistieron el maillot amarillo: Pacho Rodríguez y Martín Ramírez. Siete años antes, cuando apenas tenían 16, los dos se compraron sus primeras bicicletas para trabajar de repartidores farmacéuticos en Bogotá. Sin conocerse aún, los dos pedaleaban de una punta a otra de la capital colombiana transportando medicamentos a domicilio. Martín llevaba los encargos de la droguería Ultramar, y Pacho los de la droguería 85.

—Entonces la moto era mucho lujo, quién tenía una moto...

Ramírez le pilló el gusto a la bici y se apuntó a las carreras locas de la categoría Turismeros: cien, doscientos, hasta trescientos pelaos competían en bicicletas de paseo con un solo plato y un solo piñón, a las que podían montar, como única concesión, un manillar de carreras. Subían el alto de San Miguel, entre Fusagasugá y Bogotá, con un 53x20 o un 48x16.

—Los más grandotes tenían más potencia, los más ligeros usábamos un desarrollo más rotado…

Ramírez destacó en las categorías inferiores, ganó la Vuelta de la Juventud de 1980 y empezó a competir en el extranjero con la selección colombiana: fue segundo en la Vuelta a Guatemala de 1982, segundo en la Coors Classic estadounidense de 1983, segundo en la Vuelta al Táchira en Venezuela… Esta experiencia internacional tuvo su influencia en la Dauphiné de 1984.

—Porque yo ya tenía pasaporte. Poca gente se acuerda de esto, siempre se cuenta que llegamos a Francia en la víspera de la carrera, pero en realidad Pablo Wilches y yo viajamos unos días antes, porque ya teníamos pasaporte. Los demás anduvieron apurados con los papeles hasta el último momento.

Wilches y Ramírez tuvieron una semana para acostumbrarse al cambio horario, conseguir unas bicicletas prestadas, incluso probarse en alguna competición. Norbert Vincent, responsable de la fábrica de componentes Mavic, los inscribió en una carrera de amateurs.

—Era un circuito urbano con muchos repechos, los franceses eran bien combativos, pero yo me sentí muy fuerte. Fue mi primera carrera en Europa y la gané.

Ramírez venía de disputar el calendario colombiano. Pocas semanas antes había corrido el Clásico RCN, una vuelta de nueve etapas, la segunda más importante del país, en la que ganó el prólogo por delante del campeón del mundo Greg Lemond y terminó cuarto en la clasificación general, por detrás de Lucho Herrera, Pacho Rodríguez y Manuel Cárdenas.

—Pacho y yo llegamos a Francia con buen ritmo, sobre todo en las subidas.

Ramírez consiguió pronto su objetivo: en la salida vio de cerca a Bernard Hinault.

**

A Colombia solo llegaban teletipos.

“Prólogo de la Dauphiné Libéré: 1º Allan Peiper, 2º Stephen Roche, 3º Phil Anderson. Líder: Peiper”.

“Primera etapa: 1º Gerard Veldscholten, 2º Eric Dall’Armelina, 3º Benny Van Brabant. Líder: Veldscholten”.

Luis Enrique Pinzón, dueño de Leche La Gran Vía, inquieto por la falta de informaciones sobre sus ciclistas, telefoneó a Urrego.

—Don Héctor, pero cuándo es que vuelan ustedes para Francia.
—No, nosotros no vamos hasta el Tour. La Dauphiné no está en el programa de transmisiones de la RCN.
—Dígale por favor a sus directivos que yo pago los pasajes y los alojamientos, yo les cubro todo.

Así viajaron de repente dos periodistas de la emisora RCN. Héctor Urrego hacía de comentarista y entrevistador, Rubén Darío era el narrador que le ponía emoción al relato con su voz potente y los tonos hiperdramáticos que hicieron famosos a los locutores colombianos.

Lucho Herrera (izquierda), con Bernard Hinault y Lauren Fignon durante el Tour de Francia de 1984 en la subida al Alpe d'Huez (Foto: EFE)

 

—Llegamos a Macon, al final de la tercera etapa, y no teníamos ni acreditación de prensa ni nada. Parqueamos el carro en una gasolinera cerca de la meta, porque necesitábamos un teléfono público. Llamamos con moneditas a los estudios de Bogotá, les dimos el número de la gasolinera y ya ellos nos llamaron para que entráramos con la narración.

Rubén Darío Arcila se quedó en la gasolinera narrando una etapa de la que no sabía nada, cantando los nombres de Bernard Hinault, Greg Lemond, Stephen Roche, Pascal Simon y Robert Millar, temibles campeones contra los que luchaban los bravos colombianos, insinuando batallas, insistiendo en lo único que veía: la niebla y la lluvia, la lluvia y la niebla. Urrego consiguió un periódico con la lista de los dorsales, se coló entre los espectadores en la línea de meta y esperó a los ciclistas con el cuaderno y el bolígrafo en la mano.

Apareció uno: el francés Guy Gallopin, feliz, levantando los brazos. Alguien le contó a Urrego que el pelotón venía con bastante retraso, así que volvió a la gasolinera y le dijo a Arcila que el ganador era Gallopin, pero que no lo desvelara todavía, que fuera narrando la escapada del francés, mientras él esperaba la llegada de los demás.

Tardaron quince minutos. Ahora Urrego se parte de risa.

—¡Pero nooo! ¡Aquello era ridículo! Yo no había visto una escapada con tanta ventaja en mi vida. Me desesperaba porque no llegaba nadie, y el pobre Arcila seguía en el teléfono sosteniendo la narración en directo, no sé qué cosas contó, la escapada de Gallopin, ataca Gallopin, qué fuerte va Gallopin, cómo rueda Gallopin, nadie puede con Gallopin, rellenando el tiempo sin nada que contar, con media Colombia escuchándolo. ¡Nooo, fataaal…!

Por fin llegó el lote: segundo Phil Anderson, tercero Benny Van Brabant...

Urrego pretendía acercarse a algún ciclista colombiano, hacerle una entrevista rápida con su grabadora y luego correr a la gasolinera para poner la grabación directamente en el teléfono y transmitirla así a Colombia.

—¡Pero no vi a ningún colombiano! Llovía, no se veía bien, y además yo esperaba verlos con una camiseta de Colombia o de Leche La Gran Vía, hijueputa, no sabía que iban con ese maillot horrible de color ladrillo… Entraron todos los ciclistas y no vi a ningún colombiano. ¡Ay, mi madre! ¿Ya se retiraron todos? ¿¿Nos vinimos hasta Francia y ya no queda ninguno??

Urrego corrió a la gasolinera y le cantó los resultados a Arcila.

—Primero, Gallopin...
—Sí, no me digas, muchas gracias.
—...segundo, Anderson; tercero, Van Brabant; cuarto, Roche… Dígale al estudio que metan publicidad, voy a ver si encuentro a algún colombiano en alguna parte.

Urrego corrió hasta los coches de los equipos y por fin encontró al director Ravelo con algunos de sus corredores. Le hizo cuatro preguntas a Pacho, volvió a la gasolinera y transmitió la entrevista.

Consiguió una hoja de clasificaciones y vio que el primer colombiano en la general era Pacho Rodríguez, en el puesto 39, a quince minutos del líder. Y que ya solo quedaban cinco en carrera: había abandonado Alirio Chizabas, por los dolores de rodilla que le causaba la bici demasiado grande. No parecía que los colombianos tuvieran mucho que decir en aquella Dauphiné.

**

 Al día siguiente el pelotón rodó compacto durante casi toda la etapa. Urrego y Arcila siguieron la cuarta etapa en coche con mucha paz, ya con sus acreditaciones, con su conexión a radio Tour, la radio oficial de la carrera, y decidieron adelantarse hasta la meta antes de que los ciclistas subieran y bajaran el Mont Salève: un puerto de doce kilómetros con poca dureza, en el que tampoco se esperaban grandes batallas.

A Urrego casi se le salieron los ojos cuando radio Tour cantó el paso de los ciclistas por la cumbre: en cabeza, Pacho Rodríguez y Pablo Wilches; a 1’ 20”, Reynel Montoya y Martín Ramírez. ¡Cuatro colombianos! ¡De los cinco que quedaban en carrera, cuatro habían soltado a todos los favoritos! Rodríguez bajaba de maravilla y rodaba fuerte en el llano. Se quedó solo, resistió la persecución y entró en la meta de Saint-Julien-en-Genevois alzando los brazos en uve, con una sonrisa incrédula, su melena ondulada, su bigote perfilado, su maillot color ladrillo que le quedaba un poco grande y le colgaba espalda abajo cuando metía comida en los bolsillos. A 37 segundos llegaron Simon, Roche, Millar y los colombianos Ramírez, Wilches y Montoya. A más de dos minutos, los máximos favoritos Hinault y Lemond. En las hojas de resultados, Urrego vio la clasificación por equipos y le pareció un espejismo: ahí estaban segundo Peugeot, tercero Renault, cuarto Panasonic, quinto La Vie Claire, las mejores escuadras del mundo, y en primera posición figuraba ¡Colombia!

El líder Gallopin perdió siete de sus quince minutos de ventaja. Rodríguez no pudo quitarle el maillot amarillo, pero consiguió otro objetivo importante: se deshizo por fin del maillot ladrillo y se vistió el blanco de la montaña, mucho más cómodo, ligero y ajustado.

—Me acuerdo mucho de los lunes en Bogotá –dice ahora Pacho Rodríguez, en una cafetería de la capital colombiana a la que ha llegado en moto: ahora ya tiene moto–. Cuando yo arranqué con el ciclismo, los domingos corríamos competencias y los lunes eran el único día en que descansábamos: un poco de pedaleo suave y luego estiramientos. Cuando estirábamos, los amigos ciclistas nos poníamos a soñar: uuuh, qué bacano cuando corramos la Vuelta a Colombia, con Rafael Niño, con Álvaro Pachón, con Patrocinio Jiménez, con todos esos monstruos. Ese era nuestro sueño máximo. Entonces los colombianos empezaron a correr el Tour de Francia y nosotros oíamos en la radio al profesor Urrego hablando de Hinault, de Fignon, de Lemond, al locutor Julio Arrastia, ya sabe cómo era, la pasión que le ponía, lo emocionaba a uno, le ponía la carne de gallina, y ya los lunes soñábamos con correr el Tour de Francia.

La Dauphiné del 84 fue la segunda experiencia europea de Pacho, después del Tour del Avenir de 1982 que ganó Lemond, y se presentó sin complejos.

—Yo me sentía fuerte después del Clásico RCN, me tenía mucha fe en las subidas. Al principio pensé que podía ganar el premio de la montaña, quizá alguna etapa si me escapaba cuesta arriba y luego no me perseguían demasiado, si todo se daba bien… Pero cuando me llevé la primera, pensé que podía ganar también la Dauphiné, por qué no.

Por qué no: al día siguiente repitió la jugada en el Mont Revard. Salió de nuevo al ataque con Pablo Wilches, los dos coronaron con cincuenta segundos de ventaja y se lanzaron en una bajada corta hacia la meta de Chambéry. Siguieron a una moto de la organización por una calle equivocada. Cuando se dieron cuenta y volvieron al trazado, ya llegaban sus cuatro perseguidores: Hinault, Roche, Michel Laurent y su compatriota Martín Ramírez. Todos los demás favoritos venían ya a tres minutos. El líder Gallopin se había hundido. Ganó Laurent al sprint, Pacho fue segundo y se vistió el maillot amarillo.

—¿Te imaginas qué locura? –dice Héctor Urrego–. En Europa nadie sabía quién era Pacho, cero, nada, y el hombre se pone líder delante de Hinault, Lemond, Roche, todos los artistas. Aquello era histórico, y nosotros estábamos allí para entrevistarlo. En Colombia de repente todo el mundo se volvió loco con la Dauphiné.

El diario L´Équipe tituló: “Hinault contra la borrasca colombiana”. El francés quedaba a dos minutos de Pacho en la general. También tenía por delante a Martín Ramírez y a Pablo Wilches. Pero no parecía muy preocupado.

—Me voy sintiendo cada día mejor –declaró–. Quedaban dos etapas de montaña y una contrarreloj final de 32 kilómetros, la especialidad en la que Hinault solía sentenciar los Tours de Francia con muchos minutos de ventaja sobre sus rivales. No tendría que costarle mucho derrotar a aquella banda de ciclistas aficionados para apuntarse así su cuarta Dauphiné.

**

Hinault salió en la quinta etapa dispuesto a practicar su afición favorita: reventar las carreras desde el primer puerto. En el col del Granier marcó un ritmo salvaje que solo resistieron otros seis ciclistas: Greg Lemond, Pascal Simon y los colombianos Rodríguez, Ramírez y Wilches. Al pasar por el alto, además, esprintó para conseguir los puntos de la montaña y se tiró cuesta abajo para no permitir un respiro a nadie. Coronó en cabeza los siguientes tres puertos, Cucheron, Coq y Porte, y fue desperdigando a todos sus rivales salvo al líder Pacho Rodríguez.

—Yo iba pegado a Hinault, miraba para abajo y veía a todos los ciclistas que se iban quedando en las curvas –cuenta Rodríguez–.

La última subida era muy dura: el col de la Charmette, 13 kilómetros al 8,8%.

—Allí me puse a tirar delante de Hinault y de pronto me dijo: “Eh, colombien! Tranquillo, tranquillo!”. Así, en italiano: tranqüilo, tranqüilo. Señalaba monte abajo, para mostrarme que ya habíamos dejado a todos atrás, y me hacía así con la mano: calma, calma. Entonces pensé: ¿será que le duelen las piernas? Justo entramos a un pequeño túnel con una rampa muy dura, al 10% o al 12%, ahí bajé un piñón, apreté, y cuando salí de nuevo a la luz, ya estaba solo –Rodríguez baja la voz–. Fue increíble mirar atrás y ver que estaba descolgando a Hinault. No me he sentido tan fuerte en mi vida.


Martín Ramírez y Bernard Hinault durante la Dauphiné de 1984 (Foto: Dauphiné)

 

En los cuatro kilómetros que faltaban hasta la meta, Rodríguez le sacó más de un minuto y medio a Hinault. Ya le llevaba cuatro en la clasificación general. El tercero era Ramírez y el cuarto Wilches. Los demás ya no contaban: Lemond a ocho minutos, Simon a nueve, para qué seguir.

Nadie dudaba de que Rodríguez tenía la Dauphiné en el bolsillo. Al día siguiente, en los primeros kilómetros de la etapa, se bajó de la bici y se retiró.

**

Martín Ramírez tiene un primer recuerdo dulce de la jornada más importante y más inesperada de su carrera deportiva.

—Nos despertamos en Grenoble y vimos que nevaba. ¡Nunca habíamos visto nevar! Salimos del hotel a tocar los copos, a comerlos, para ver a qué sabían.

Hinault también debió de alegrarse. Le encantaban las jornadas infernales, le venían perfectas para poner las carreras patas arriba, como aquella Lieja-Bastoña-Lieja de 1980 que ganó con una escapada de ochenta kilómetros bajo una tremenda nevada, con nueve minutos y medio al segundo clasificado.

A la hora de la salida caía una lluvia helada. Hinault atacó desde el inicio, con 170 kilómetros y varios puertos por delante, acompañado por dos gregarios de su equipo La Vie Claire y otros tres ciclistas franceses del equipo Skil a los que había reclutado para su aventura. A los colombianos les tocaba perseguir pero estaban en cuadro: la víspera se había retirado Aristizábal y solo quedaban cuatro. Montoya, también aquejado de dolores de rodilla, abandonaría pronto.

—Wilches y yo nos pusimos a tirar –cuenta Ramírez–, pero vimos que Pacho no venía con nosotros. Se quedaba en la cola. En un momento vimos que se descolgaba.

A Pacho le dolían las rodillas. Esa mañana se las habían vendado. Se bajó una primera vez de la bici para que el médico de carrera le inyectara un antiinflamatorio, volvió al sillín y siguió pedaleando lento, retorciéndose, con un gesto de sufrimiento atroz. En el kilómetro veinte, rodeado de motos desde las que lo acribillaban a fotos, Pacho soltó las manos del manillar y las extendió en el aire para decir que se acabó, que no podía más..
Héctor Urrego estaba allí.

—Desde nuestro coche ya habíamos visto que Pacho se quedaba. De pronto oímos el aviso por radio Tour: “Attention! Voiture colombienne pour Rodriguez, s’il vous plait. Voiture colombienne pour Rodriguez”. Ya veíamos que Pacho se iba orillando. Yo le dije a Arcila: usted narre esto y vaya grabándolo como si fuese en directo. “¡Atenciónnn, Colommmbia! ¡Pacho Rodríguez se baja de la bicicleta! ¡El líder de la Dauphiné abandona!”. Saltamos del carro, nos acercamos a Pacho y al director deportivo, les metimos la grabadora. “El técnico Ravelo está consolando ahora mismo a su corredor, que abandona en un llanto…”. Toda Colombia estaba pendiente de la Dauphiné y nosotros teníamos que pasar la noticia. ¡Éramos líderes de cipote carrera, estábamos ganándoles a todos los monstruos... y de repente Pacho se baja!

Urrego y Arcila volvieron al coche, adelantaron al pelotón y buscaron algún teléfono para llamar a Colombia.

—De pronto vimos una granja con sus campos de maíz, sus vaquitas, todo muy lindo. Toqué la puerta y salió un anciano en pijama. Buenos días, señor, somos periodistas colombianos, estamos siguiendo la Dauphiné Libéré… El hombre estaba enterado de la carrera. ¡Ah, sí, los colombianos! ¿Qué necesitan? Mire, señor, tenemos una urgencia, un corredor nuestro, el líder, ha abandonado por una lesión y necesitamos pasar esta información al país. Le quiero pedir un favor, necesito que usted me preste su teléfono. Yo llamo a Colombia y le pago la llamada, no se preocupe por el coste, les doy el número de su casa a mis compañeros de la radio y ya ellos me llaman aquí.

El granjero aceptó. En Bogotá eran las cinco de la mañana, pero la emisora ya daba noticias a esa hora y podía emitir y reemitir el bombazo informativo a partir de ese momento. Rubén Darío Arcila preparó la cinta con el momento de la retirada de Pacho y se dispuso a presentar la noticia.

—Arcila tenía un vozarrón con el que podía hablar en Francia y ya le oían directamente en Colombia sin necesidad de teléfono ni nada. Pues imagínate, le dan paso desde la emisora, uno, dos, tres, al aire, y el hombre empieza a gritar en la sala de la granja: “¡¡¡Atenciónnn, Colommmmbia!!! ¡¡¡Atención, atención, atenciónnn!!!” –Urrego se ríe–. Empiezan a ladrar los perros, mugen las vacas, corren las gallinas, aparece una señora con un bebé llorando, el anciano pone unos ojos así, y Arcila a lo suyo: “¡Se bajó Pacho Rodríguez! ¡Se retiró el colombiano que lideraba la Dauphiné! ¡Aquí tenemos, exclusivo en RCN, el momento en el que Pacho se bajó llorando de la bicicleta!”. Puso la grabadora y ahí ya se calmó un poco la cosa. Yo pedí perdón a la señora, ay, señora, qué pena, disculpe, le hemos despertado al niño… Total, pasamos la grabación y toda la vaina, y nos marchamos corriendo otra vez a seguir la carrera. Nos fuimos tristes, porque creíamos que Rodríguez iba a ganar la Dauphiné, íbamos a retransmitir algo histórico, y de repente nada. Ya no había nada que hacer contra Hinault.

**

El abandono de Pacho Rodríguez fue tan repentino que pronto creció una leyenda negra. Roberto Sánchez, mecánico y masajista del equipo colombiano, le dijo al periodista francés Guy Roger que no se creía la lesión: la víspera, en la camilla de masaje, Pacho no se había quejado de ningún problema. Y esa noche vinieron unos franceses al hotel a hablar con Pacho. ¿Le había pagado Hinault para que se retirara?


Pacho Rodríguez en la Vuelta a España de 1985 (Fotos: Mundo Ciclistico)

 

Cuarenta años después, Pacho Rodríguez responde con resignación a ese rumor que siempre le cae encima.

—No tiene ningún sentido. Si hubiera ganado la Dauphiné, a mí me habría cambiado la vida. Habría conseguido mucho dinero y mucha fama, los mejores equipos europeos me habrían ofrecido contratos para ir al Tour con el cartel de estrella. Y qué sentido tiene que uno de los mayores campeones de la historia, como Hinault, pague a un colombianito por retirarse y luego le gane otro. Si hubiera querido comprar la carrera, me imagino que lo habría hecho mejor –y saca una media sonrisa amarga–. Tampoco tiene sentido que Hinault me pague a mí por retirarme y que ese mismo día él ataque a la desesperada desde el primer kilómetro, si ya sabía que yo me iba a retirar, ¿no? Pero esto es como en el fútbol: hay gente triunfalista que celebra como loca cuando su equipo gana, pero en cuanto pierde, ya empieza a criticar bobadas.

Otro par de ciclistas colombianos se retiraron de la Dauphiné por dolores en las rodillas. Rodríguez cree que el problema fueron las bicicletas prestadas.

—No tenían las medidas exactas de las que usábamos en Colombia. Hoy en día se mide todo al milímetro, pero en aquella época no éramos nada técnicos: ¡tenga una bicicleta y hágale! Con que tuviera ruedas redondas ya bastaba. Además yo creo que en la etapa anterior se me bajó un poco el sillín, quizá un centímetro, y eso parece poco, pero cuando uno repite el mismo movimiento miles de veces… eso acaba en lesión.

En aquella época las tendinitis eran una plaga entre los ciclistas. El propio Hinault venía de un año en blanco por culpa de la rodilla. No contaban con más de cinco coronas, pedaleaban con desarrollos muy duros en los puertos, y Rodríguez piensa en el momento en que descolgó a Hinault en aquella galería del col de la Charmette:

—Yo nunca usé una relación más ligera que el 42x21. Y para dejar a Hinault, bajé un piñón en una rampa del 10% o el 12%, así que imagine lo que llevaba y cómo forcé las rodillas ahí...

Los ciclistas colombianos, añade Héctor Urrego, tampoco estaban preparados para las distancias europeas. En Colombia las carreras superaban pocas veces los 150 kilómetros. En Europa encadenaron varias etapas seguidas por encima de los doscientos, con muchos puertos.

—Yo sentía un roce todo el rato debajo de la rótula, un dolor que no me dejaba pedalear –cuenta Rodríguez–. Cuando volví a Colombia me hicieron artroscopias y me dijeron que tenía una plica sinovial en las dos rodillas, como una callosidad, un pliegue o algo así.

A Urrego no le pilló tan de sorpresa la retirada. Contradice el testimonio del auxiliar Sánchez: un par de días antes de retirarse, Pacho ya empezó a quejarse de las rodillas. El equipo colombiano no llevaba médico y no quería que sus rivales se enteraran del problema, así que el director Marcos Ravelo hizo lo que pudo.

—Él llevaba veinte años como director de equipos a la manera colombiana y se sabía todos los recursos, toda la magia, toda esa brujería para arreglar ciclistas, que si unas hierbas que lo curan todo, que si unas arcillas… –cuenta Urrego, que en esos días se alojaba en los mismos hoteles del equipo colombiano. Como era el único que sabía francés, les hacía de intérprete, les ayudaba cuando tenían que comunicar algo a la organización o les acompañaba a comprar comida para los avituallamientos–. Una tarde Marquitos Ravelo me encargó una misión secreta: me mandó buscar dos lámparas Philips infrarrojas. Por allá fuimos a buscar unas vainas de esas a un almacén de electrodomésticos, las conseguimos, y cuando Pacho llegó a la mesa de masaje, le pusieron las lamparitas enfocando a las rodillas. Luego por la noche también, porque se suponía que las luces infrarrojas te curaban la inflamación o no sé qué vainas. Luego le daban una cremita, una tocadita, y a correr. Hasta que ya no pudo más.

Urrego cuenta que él mismo presenció la operación que le hicieron a Pacho en las rodillas para tratarle la plica sinovial. Lo invitó Jorge Patiño, jefe de los anestesiólogos de la clínica, compañero de Urrego en sus paseos ciclistas.

—Eso de que Hinault compró a Pacho es una vaina. A Pacho lo tuvieron que operar. Al año siguiente estuvo a punto de ganar la Vuelta a España, pero luego las rodillas le siguieron dando problemas y le frenaron mucho su carrera deportiva.

En la mañana de la sexta etapa de la Dauphiné, en el hotel de Grenoble, Urrego vio que Pacho Rodríguez bajaba cojeando a desayunar. Así que los periodistas de RCN decidieron que ese día no iban a ir con el carro por delante de la carrera, como tenían por costumbre, sino que iban a seguir al pelotón por detrás.

—Por eso estábamos justo allí cuando Pacho se bajó de la bici.

**

Urrego y Arcila anunciaron el abandono de Pacho desde una granja, alcanzaron de nuevo al pelotón y sintonizaron las informaciones de radio Tour: “Bernard Hinault, seul en tête avec trois minutes d’avantage”. “Quatre minutes…”. “Cinq minutes…”. Los periodistas se miraban el uno al otro en silencio. Los colombianos naufragaban en la lluvia helada: se había retirado su líder, se había retirado también Aristizábal y ya solo quedaban Ramírez y Wilches, a pocos segundos de Hinault en la clasificación, pero incapaces ya de perseguirlo.

—A mitad de etapa Hinault nos tomó ocho minutos. ¡Ocho minutos! Ya nos olvidamos de ganar la Dauphiné –dice Ramírez–. Dejamos de tirar del grupo, para guardar fuerzas y tratar de asegurarnos el segundo puesto. Eso ya sería un resultado increíble para mí. Entonces me olvidé de Hinault y me centré en la rueda de Lemond, no quería que me recortara diferencias.
Aprovechando el parón del grupo, contraatacaron cuatro ciclistas: Anderson, Bagot, Garde y Arnaud. Ninguno contaba para la general y los dejaron marcharse.

Urrego y Arcila decidieron avanzar con el carro hasta la meta, en la cumbre del col de Rousset, para narrar desde allí el desenlace de la etapa.

—Ay, papito, vamos a ver si llega a la meta algún compadre, porque nos creíamos que íbamos a ganar y a este paso no va a terminar ninguno.

El col de Rousset, un túnel perforado en el macizo prealpino del Vercors, no es demasiado alto: 1.250 metros. Pero según subían por las curvas de herradura a través del bosque, Urrego y Arcila vieron que la lluvia se transformaba primero en aguanieve y luego en una cortina de copos cada vez más gruesos. El teléfono que la organización les había preparado estaba, con su mesita de madera y sus dos asienticos, sobre una tarima al aire libre.

—Ah, no; ahí no se puede... Estiramos el cable del teléfono y nos metimos agachados debajo de la tarima. Menuda figura. Llamamos a Bogotá y echamos el cuento otra vez: se retiró nuestro Pacho, viene Hinault escapado con ocho minutos, en el primer lote aguanta nuestro Martín Ramírez, de nuestro Pablito Wilches no sabemos nada y todos los demás colombianos ya se retiraron…

Pero la nieve se colaba por las rendijas de las tablas y los dos periodistas colombianos se empapaban igual.

—Me fui a por el carro, lo traje en reversa y lo parqueé justo al lado de la tarima –cuenta Urrego–. Estábamos nada más pasar la meta, ahí no se podía parquear, pero lo dejé bien arrimadito, fuera de la calzada. Nos metimos al carro estirando el cable del teléfono, y por el retrovisor yo veía la llegada: perfecto. Allá me fueron a bravear, un tipo de la organización vino a tocar la ventana y a echarnos, pero yo que no, je ne comprends pas. Le tocó con la policía, papá, yo de aquí no me muevo –se ríe–.

Alguien tocó de nuevo la ventanilla: un matrimonio de emigrantes colombianos. Vivían en Suiza y se habían acercado a la Dauphiné para asistir a la hazaña de sus compatriotas. Saludaron a los periodistas de RCN y les ofrecieron merienda.

—Traían unas torticas, un termo de café y otro de chocolate, qué bueno con ese frío. Los invitamos al coche. Ellos se sentaron detrás, abrigados con sus ruanas [el poncho típico de lana], estaban encantados, siguiendo la carrera con nosotros, y nosotros encantados con el café y las tortas.

Radio Tour informó de que la ventaja de Hinault iba menguando. Seis minutos, cinco minutos, cuatro minutos. Normal: en la travesía de los puertos se había quedado solo, sin gregarios que le dieran relevos en los valles, las cinco horas de fuga empezaban a pesarle, pero todavía conservaba un buen margen. Tampoco tenía mucho sentido la paliza que se estaba dando: tras la retirada de Pacho, Hinault ya era el líder virtual, con veinte segundos sobre Martín Ramírez. Le bastaba con controlar al colombiano para ganar la Dauphiné. Pero a Hinault le encantaba dejar su sello con escapadas salvajes. Y a veces perdió carreras que tenía dominadas, como el Tour del 86, porque no era capaz de contenerse.

Con los colombianos desarbolados, otros equipos habían emprendido la persecución: el Renault, de Greg Lemond; el Peugeot, de Pascal Simon y Robert Millar; y La Redoute, de Stephen Roche. En las primeras rampas del col de Rousset, Radio Tour soltó una alarma:

—Attention! Bernard Hinault en difficulté!

La ventaja cayó rápido: Bernard Hinault, deux minutes d’avantage… Bernard Hinault, une minute d’avantage...

Martín Ramírez no recibió ninguna de esas informaciones. En su última conversación, antes de empezar el puerto, el director Ravelo solo le dijo que controlara a Lemond para conservar el segundo puesto.

—Cada vez quedábamos menos en el grupo perseguidor, Lemond, Roche, Simon, Rooks y yo –recuerda Ramírez–. Cuando faltaban un par de kilómetros… ¡vaya sorpresa! Dimos una curva y vimos a Hinault delante, muy cerca. Iba muy mal. Con la pájara, como dicen ustedes. No sabía exactamente cuánto me llevaba Hinault en la clasificación, pero sabía que no era mucho, así que arranqué con todas mis fuerzas. Lo pasé de largo. A él ya lo habían adelantado los otros cuatro escapados, y creo que ni se dio cuenta de quién era yo cuando lo pasé.

Radio Tour dio el aviso: “Echappée fini pour Bernard Hinault. Hinault a été rattrapé par Lemond, Roche, Simon et Ramirez…”. Urrego dio un salto en el asiento de su coche.

—¡Ramírez! ¡Dijo Ramírez!

En el espejo retrovisor veía la línea de meta.

—Nevaba y nevaba… Entraron los escapados y yo empecé a escribir una tablita con los nombres, los tiempos, toda la vaina. Primero, Anderson; segundo, fulanito, a no sé cuántos segundos; tercero, menganito… ¡De pronto llega Ramírez! Anoto el tiempo, veo que no viene Hinault, pasan los segundos, hago cálculos… ¡Noooo! ¡Madre mía! Empezamos a gritar por el teléfono para toda Colombia: ¡Ramírez, líder! ¡Ramírez, líder!
Hinault entró dando eses, a cincuenta segundos del colombiano.

—¡Ramírez, lídeeer!

El día en que Rodríguez se bajó de la bici con el maillot amarillo, Ramírez subió al podio a vestírselo él. Los periodistas franceses hacían bromas parafraseando los carteles de advertencia de los trenes: “Un colombien peut en cacher un autre”. Un colombiano puede ocultar a otro.

A pesar de las euforias colombianas, Hinault seguía siendo el máximo favorito para ganar la Dauphiné. Ramírez solo le sacaba 22” y quedaba la última etapa, dividida en dos sectores: por la mañana un recorrido de cien kilómetros en línea y por la tarde una contrarreloj de 32 kilómetros, ideal para el francés.

Ramírez tenía otra preocupación: ¿le quedaba algún compañero de equipo para controlar la carrera al día siguiente?

—Nadie sabía dónde estaba Wilches, parecía que se lo había tragado la nieve –recuerda Urreg–. Después de un montón de minutos lo vi llegar por el retrovisor. Abrí la puerta y le grité: ¡Pablo, Pablo, aquí! Se quedó apoyado contra el carro como una estatua, congelado hasta el bigote. No podía soltar las manos del manubrio. Me tocó bajarme del carro y soltarle dedo por dedo, primero una manita y luego la otra manita, dedo por dedo, y luego aflojarle las correas de los calapiés y sacarle primero un piececito y luego el otro piececito. No se podía ni inclinar para bajarse de la bici. Pobre Pablo, estaba medio muerto ahí. Le ayudé a bajarse, le abrí la puerta de atrás y lo metí con el matrimonio de colombianos. Le dije: Pablo, hay que empelotarse, papá. Tiene que quitarse toda esa ropa mojada y le traemos rapidito ropa seca, ¿sí? Y la señora: hágalo, desvístase, que yo miro para otro lado –Urrego vuelve a reír–. Ahí se empelotó el pobre Pablito y se puso encima la ruana.

**

 Al día siguiente, 4 de junio de 1984, Martín Ramírez se jugaba un triunfo histórico contra el dominador del pelotón mundial durante una década, el francés que se sentía humillado y furioso por una semana de derrotas continuas en su propia casa contra una panda de colombianos que nadie conocía.

—Pues dormí como un tronco –cuenta Ramírez–. Me lo tomé con calma. El último día tenía mucho que ganar y poco que perder, porque lo que había hecho ya era extraordinario. También sabía que una oportunidad así seguramente no iba a tenerla nunca más en la vida.

En el desayuno tardaron como medio minuto en diseñar la estrategia: los colombianos solo eran dos, Ramírez y Wilches; entre dos no se puede dominar un pelotón, así que, a pesar de llevar el maillot amarillo, renunciarían a cualquier responsabilidad en el control de la carrera. Si Hinault quería ganar la

Dauphiné en la contrarreloj de la tarde, su equipo tendría que perseguir a quienes atacaran por la mañana.

—Yo solo podía hacer una cosa: pegarme todo el rato a la rueda de Hinault. No le sentó muy bien.

El bretón arrancó una vez y otra vez y otra vez, dio bandazos de un lado a otro del pelotón, pero Ramírez no se despegaba ni un centímetro.

—Ahí estaba yo, a rueda de mi ídolo, del ciclista que tenía en la pared de mi habitación, y mi ídolo se giraba todo el rato para insultarme –sonríe Ramírez–. Yo no entendía nada de francés, pero se veía que me hablaba feo, que me decía cosas con desprecio, con burla, me decía indio, colombiano, no sé qué de la coca. Hacía como que me echaba granos de maíz y cacareaba como una gallina. En algunas curvas sus coequiperos se me echaban encima para sacarme de su rueda, para tirarme a un lado. Lemond los regañó, les dijo que ya bastaba.

En un momento, dice Ramírez, Hinault frenó de repente.

—Estuve a punto de chocar contra él. Me quiso tirar, eso sí fue feo.

La víspera, Hinault declaró que varios equipos franceses habían ayudado a los colombianos en su persecución y que eso era muy poco patriótico. Bernaudeau, antiguo compañero del bretón y ahora rival en el Système U, le respondió que ellos intentaban ganar la etapa y no tenían por qué regalarle victorias. El dominio aplastante de Hinault durante muchos años, su voracidad y sus arrogancias molestaban en el pelotón. Y en ese sector matinal le pasaron la facturita: varios equipos mandaron a sus velocistas a disputar las metas volantes para impedir que Hinault consiguiera bonificaciones. En el último kilómetro, con los escapados Nulens y Brun jugándose el triunfo, el propio Bernaudeu saltó a por el tercer puesto para llevarse los últimos segundos de bonificación.

El sector matinal terminó en tablas y Ramírez se marchó a comer algo, a darse un masaje rápido y a descansar un poco antes de la contrarreloj definitiva entre Privas y Vals-les-Bains. Solo tenía 22” de ventaja y una cierta confianza en el recorrido: los primeros doce kilómetros subían hasta el col de L’Esprinet, una ascensión quizá demasiado suave al 4%, pero Ramírez volaba cuesta arriba. Luego venían diez kilómetros de bajada y diez de llano, donde Hinault podía triturarlo.

El francés se lanzó rabioso por la rampa de salida y a los dos minutos le llegó el turno a Ramírez.

—¿Sabes cuál fue la ventaja de que casi todos mis compañeros se hubieran retirado? Pues que estaban disponibles para ponerse cada tres o cuatro kilómetros en la subida, con un cronómetro, y me iban gritando las referencias. Entonces no había tecnologías como ahora, corríamos las cronos casi sin información.

Ramírez subía L’Escrinet y a cada rato un compañero le gritaba desde la cuneta: “¡Vas diez segundos mejor que Hinault, diez segundos mejor!”. “¡Quince segundos mejor!”. Al paso por el alto, Ramírez mejoró en 39” el tiempo del francés. En el descenso y el llano perdió casi toda esa ventaja. Entró en Vals-les-Bains con la cabeza metida en el manillar, pedaleando con las últimas rodillas sanas de Colombia, sobrepasando ya el tiempo de Lemond, ganador de la contrarreloj, sobrepasando también el de Anderson, segundo en la etapa, sintiendo que cada segundo se le clavaba como una daga en el lomo. Se acercaba ya al tiempo de Hinault y al riesgo de agotar su pequeña reserva de segundos.

Pero también se acercaba, veloz, hermoso, inesperado, a la línea de meta.

En cuanto la cruzó, Rubén Darío Arcila gritó por el teléfono hasta Colombia:

—¡Martín, campeón! ¡Martín, campeón! ¡Martín, campeón!

**

Ramírez había mejorado en cinco segundos el tiempo de Hinault. Urrego corrió a por él y se lo trajo hasta el teléfono de RCN como ya tenían acordado. Ramírez se puso al aparato mientras se secaba el sudor con una toalla, todavía jadeante.

—¿Sí?
—Martín, le habla el presidente.

El presidente colombiano Belisario Betancur felicitó en directo al campeón de la Dauphiné. Seis días más tarde, el domingo 10 de junio, una muchedumbre recibió a Ramírez y a sus compañeros en el aeropuerto de Bogotá, los montaron en lo alto de un carro de bomberos bien engalanado con carteles de Leche La Gran Vía de Zipaquirá (la ciudad en la que unos años más tarde nacería Egan Bernal: el primer colombiano ganador del Tour) y los pasearon por la ciudad en una procesión apoteósica.

—No me podía creer que saliera tanta gente a celebrarlo. Parecía que habíamos ganado un Mundial de fútbol –dice Ramírez–.

Después de comer en un restaurante, lo llevaron en helicóptero al centro del campo de fútbol del Campín para que hiciera el saque de honor en el partido Millonarios-Santa Fe, el gran clásico de la rivalidad bogotana, ante treinta mil personas. En los siguientes días asistió a recepciones con las autoridades, cenas de honor, festejos varios, pero el homenaje más rocambolesco llegó una noche en casa de sus padres.

—Llamaron a la puerta. Abrí y me encontré con cuatro tipos que se presentaron como guerrilleros del M-19. Dijeron que venían a homenajearme de parte de los hijos de la revolución. Pasamos a la sala y me entregaron un trofeo con una placa: “A Martín Ramírez, hijo del pueblo, por su victoria en el Dauphiné de 1984”. Luego tres de ellos se taparon la cara con pasamontañas, el otro puso el himno de Colombia en un radiocasete y nos grabó mientras lo cantábamos, mis padres, los guerrilleros y yo, todos en posición de firmes.

Entre homenaje y homenaje, Ramírez recibió una oferta del Système U para correr el Tour de Francia y el Tour del Avenir.

—Solo faltaban dos semanas pero les dije que sí, por supuesto. Para mí era un sueño. Lo que pasa es que con tanto festejo y tanto viaje, casi no toqué la bicicleta. Yo pensaba que a medida que pasaran las etapas iba a ir recuperando la forma, pero no, qué va, el Tour se me atragantó. Me sentía cada vez peor, yo creo que me puse medio enfermo, el organismo no daba para más.

Ramírez se retiró en la decimocuarta etapa. Le dijo al equipo que quería regresar a Colombia, que no se veía con fuerzas para prolongar su estancia en Francia seis semanas y correr el Tour del Avenir. Mientras el Système U le organizaba el viaje de regreso a Bogotá, él siguió en la caravana del Tour unos cuantos días.

—Yo iba en la camioneta del equipaje.

Al llegar al Alpe d´Huez, dejó sus cosas en la habitación y bajó caminando dos o tres kilómetros para ver a los ciclistas en aquella montaña legendaria que él había conocido hojeando a escondidas las revistas Miroir du Cyclisme en la librería Panamericana de Bogotá. Creció el estruendo de los helicópteros, sonaron las sirenas de las motos, los bocinazos de los coches, la muchedumbre se cerró sobre la carretera para mirar al primer ciclista que ya llegaba, se abrió como un abanico para dejarle pasar y Ramírez vio, como un fogonazo, una camiseta con los colores rojo, azul y amarillo. Era la camiseta de un ciclista pequeño, de piernas largas y oscuras, que subía sentado moviendo un desarrollo terrible, como si arrastrara un tronco, y que pasó a su lado con una cara impasible empapada en sudor. En el pecho llevaba unas letras: Colombia.

—Yo vi ganar a Lucho Herrera en Alpe d’Huez, la primera victoria de un colombiano en el Tour, y todavía se me pone la carne de gallina. Sentí que estábamos abriendo un camino.

Al año siguiente Ramírez militó en el Café de Colombia, el primer equipo del país con licencia profesional. Renunció a disputar el Tour de Francia (el quinto de Hinault) para centrarse en el Tour del Avenir: lo ganó. En 1986 fichó por el equipo vasco Fagor, pasó un año gris en San Sebastián del que apenas recuerda la lluvia, el frío, las caídas que truncaron su temporada, la melancolía y un regreso apresurado al Café de Colombia. Se lamenta de no haber sido más maduro, de no haber continuado en el segundo año que le ofrecía Fagor para crecer en el ciclismo europeo, pero la tristeza lo devoraba.

Ramírez recuerda que en aquellos años se encontró con Hinault en la salida de algunas carreras.

—Él saludaba a Lucho Herrera, luego nos hacía así con la cabeza a todos los demás colombianos y yo le decía “bonjour, monsieur”, lo único que sé en francés. Creo que no me reconocía, creo que Hinault no distinguía al colombiano que le ganó una Dauphiné.