Durante décadas, la mujer afgana ha sido retratada bajo un burka, sin identidad, sin rostro ni voz, especialmente desde 1996, cuando los talibanes tomaron el poder con el control de Kabul y gran parte del país y la situación de la mujer sufrió un retroceso extremo. Por eso, para el Equipo Femenino Nacional de Ciclismo de Afganistán entrenar y luchar contra la imagen y los prejuicios hacia la mujer afgana se convierten en la carrera misma. Pese a que una guerra crónica frena avances notables en cualquier aspecto de la sociedad, seguir luchando —en este caso, pedaleando— es la única opción para estas mujeres, protagonistas que éste reportaje perteneciente al VOLATA #6, el último número de nuestra revista dedicado al Ciclismo en Lucha, que ya se puede adquirir en nuestra tienda online y en puntos de venta.
Es una mañana nublada del mes de octubre, las calles de Kabul comienzan a agitarse con la voz impersonal y fuerte proveniente de la mezquita de la calle Wazir Akbar Khan. Ahmad y yo hemos estado esperando al Equipo Nacional de Ciclismo Femenino de Afganistán durante más de media hora. Ahmad, que ha sido mi asistente de programas durante los últimos meses, empieza a ponerse nervioso. Estar tanto tiempo en la calle con una mujer extranjera es peligroso, más aún teniendo en cuenta que estamos cerca de la embajada estadounidense, de donde en cualquier momento empiezan a salir vehículos diplomáticos y militares, objetivo predilecto de los ataques talibanes. Yo también estoy inquieta. La idea de acompañar al equipo de ciclismo femenino mientras entrena en dirección a Jalalabad —a unos ciento cincuenta kilómetros al este de Kabul travesando una carretera montañosa, desierta, rocosa y, en su mayoría, sin asfaltar— nunca hubiera pasado las normas de seguridad de la compañía para la que trabajo. Me ha tocado mentir y asumir el riesgo.
Finalmente aparece un Jeep destartalado con lo que parece una montaña de bicicletas amontonadas en la baca. Un sinfín de personas empiezan a salir como si de una escena cómica de película muda se tratara. Todo lo que ocurre capta mi atención; ver a una mujer con ropa deportiva y ceñida al cuerpo en plena capital afgana, donde aproximadamente el cuarenta por ciento de las mujeres todavía usan burka es realmente sorprendente. Mientras esperan su turno para recoger la bicicleta, ultiman los detalles metódicamente; se ponen cuidadosamente el velo de la cabeza, el casco, los guantes e incluso alguna de ellas se retoca el maquillaje. No dejan de impresionarme los gestos de orgullo y confianza de estas mujeres. Pese a que el equipo nacional no vaya estrictamente uniformado con material profesional de última tecnología y diseño vanguardista, el solo hecho de pedalear por las calles de un país marcado por la exclusión y represión de la mujer significa desafiar de frente un paradigma social y acelerar hacia un cambio de perspectiva política y cultural.
El pelotón inicia su trayecto. Estas mujeres que pedalean a un mismo ritmo proyectan una imagen de provocación en la ciudad afgana. Los transeúntes se giran al verlas pasar, los coches desaceleran y algunos hombres se animan a gritarles algo. Las ciclistas, conscientes de lo que acontece a su alrededor, ignoran la presión de las palabras con dignidad y aplomo. Desde la ventana del coche se me encoge el corazón. En las calles de Kabul el acoso verbal y físico hacia la mujer es una práctica habitual, y por eso ya hacía meses que, para minimizar ese tipo de incidentes, había decidido que solo saldría a la calle cubierta con una abaya, la típica túnica negra de los países del golfo Pérsico y paradójicamente, descubrí que me daba cierto placer ir tapada hasta las orejas. Para mi tranquilidad, enseguida pasamos por un polígono industrial; la tensión del primer momento disminuye, el pelotón se estira y el entrenamiento empieza a fluir.
En el transcurso de la jornada tuvimos la oportunidad de hablar con Nahid, la última incorporación del equipo, una joven estudiante de empresariales que fue convocada al equipo nacional tras formar un grupo de ciclismo femenino amateur en las redes sociales. “Todo empezó en Facebook. Mis amigas y yo creamos un grupo para chicas que quisieran salir en bicicleta por la ciudad. Queríamos divertirnos pero también promover una cultura de ciclismo entre las mujeres. Nos costó bastante organizarlo porque no teníamos bicicletas, hasta que pudimos alquilarlas a 50 AFN (0,70 €) al día a unos amigos” —comenta con una sonrisa encantadora entre selfie y selfie.
Aproximadamente el sesenta y cinco de la población de Afganistán es menor de veinticinco años. Se trata de una sociedad joven que, armada de smartphones, ha encontrado en las redes sociales el espacio para una interacción social antes impensable. Facebook es tan importante para los jóvenes que Roshan, la principal compañía telefónica, ofrece el único plan de datos —y posiblemente del mundo— que sirve exclusivamente para conectarse a Facebook por el módico precio de un dólar al mes. Mujeres como Nahid han aprovechado el espacio virtual para ejercer activismo social. Me comenta que antes escribía un blog sobre derechos de la mujer, pero apunta que no basta solo con el activismo virtual; para avanzar es necesario traducir las palabras en acciones concretas, del online al offline. “El blog puede pasar más desapercibido y solo llegar a un público reducido; con el ciclismo, cuando salimos a la calle todos ven de qué somos capaces” —asegura.
El equipo femenino está muy acostumbrado a llamar la atención y son conscientes del riesgo que asumen cuando salen a entrenar. En ocasiones, prefieren regresar con el equipo masculino y de esta manera pasar más desapercibidas. Abdul Sadeq, un afgano de sesenta años, no es solo el ferviente entrenador del equipo, sino también el fundador y presidente de la Federación Afgana de Ciclismo. Mientras se prepara para dar las primeras instrucciones de la jornada, nos cuenta que cuando se empeñó en crear el equipo femenino no conseguía convencer a ninguna de las familias, así que tuvo que pedirle el favor a su propia hija para que entrenara unos meses con ellos y empezar a liderar con ejemplo. “Las mujeres no tienen la misma condición física que los hombres porque las oportunidades de entrenar son menores, pero en pasión e interés ponen más ganas, son más fuertes mentalmente” —comenta con mirada orgullosa. Con el tiempo, el grupo femenino ha logrado consolidarse y ahora lo componen veinticuatro mujeres. Algunas de ellas incluso han tenido la oportunidad de competir internacionalmente. Si alguna de ellas lo consigue, podrá participar en los próximos Juegos Olímpicos de Río y convertirse así en la primera ciclista en representar a su país en una competición oficial.
Mientras el entrenador Abdul conduce y da las respectivas indicaciones a las ciclistas, va hablando con una chica muy joven que hace de copiloto. Ahmad me va traduciendo pacientemente cada vez que pregunto. Hablan de música, de la familia de ella, de los estudios, de un programa de televisión, de sus padres, la universidad, etcétera. Al final, para acabar con mi insistencia concluye: “Hablan de cosas normales porque son muy amigos”. Son estas alianzas sinceras de cotidianidad las que impulsan cambios sociales en Afganistán, relaciones que van más allá de los prejuicios sobre la edad, el sexo, la etnia e incluso las normas religiosas impuestas. Con respeto, humildad y cierta complicidad, el vínculo sincero entre el entrenador y las ciclistas pone de manifiesto que los derechos de la mujer se pedalean día a día, que construir una sociedad más inclusiva y amigable es posible desde la participación y el compromiso de hombres y mujeres por igual.
Al volver a Kabul una lluvia torrencial decide acabar con el entrenamiento del día. Entre la confusión y la falta de visibilidad conseguimos encontrar a las ciclistas que se resguardan a lo largo de la carretera. Ahmad ayuda a amontonar las bicicletas mientras yo organizo el coche y las ayudo a acomodarse. Puede parecer que al final de la jornada acabamos como empezamos: un Jeep destartalado, un sinfín de personas dentro y una montaña de bicicletas en la baca. Lo cierto es que, después de compartir este día con este grupo de ciclistas, ya nada es igual; la inquietud y el miedo del principio se han diluido con una lluvia de coraje, esfuerzo y trabajo en equipo. Muchos de mis prejuicios sobre el futuro de Afganistán se habían quedado en la carretera hacia Jalalabad. Puede que ellas ganen algún día un premio importante fuera de su país, pero en Afganistán ya llevan el maillot amarillo en la primera etapa de una larga carrera hacia la inclusión social. Como diría el maestro Murakami: “Porque si hay un contrincante al que debes vencer en una carrera de larga distancia, ese no es otro que el tú de ayer”.
*Las fotografías de este reportaje fueron realizadas por un fotógrafo que ha preferido mantenerse en el anonimato
Challenging paradigms on two wheels - Women in Afghanistan