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El Tourmalet

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Isaac Vilalta | 08 Aug 2017

El Tourmalet

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"En vez de mostrar su agradecimiento a la lluvia mojándose, la gente va y saca el paraguas. La naturaleza es una anciana dama con pocos pretendientes, y a los que aún desean beneficiarse de sus encantos los recompensa de manera apasionada.

Por eso hay ciclistas.
Sufrir es precioso; la literatura es superflua”

El ciclista, Tim Krabbé

¿Por qué subimos el Tourmalet? ¿Es necesario ese suplicio? Supongo que más allá de mitos de juventud y retos personales, de apuestas pagadas a tiempo o de farsantes golpes de ego, todos tenemos un punto de racionalidad en medio de tanta locura. O ni eso. "Vous êtes des assassins", gritaba Octave Lapize en 1910 a los organizadores del Tour. Acababa de coronar el Tourmalet y su sentido común, humillado por el dolor, se tradujo en una de las exclamaciones más célebres de la historia de la Grande Boucle. Paradojas y parafraseos. Lapize murmuraba lleno de barro, algo así como cuando Tim Krabbé escribió El ciclista, magnífico relato autobiográfico sobre el Tour del Mont Aigoual. “Ah, quién hubiera sido ciclista en aquellos tiempos. Porqué tras pasar por la línea de meta todo el sufrimiento se transforma en placer; cuanto mayor sea el sufrimiento, mayor será también el placer”.

Pensemos. Que para eso, se supone, tenemos algo más que piernas.

Pensemos. Que para eso, se supone, tenemos algo más que piernas. Subir el Tourmalet, en mi caso, representa una paliza de bienvenida de cinco horas en coche hasta Arreau. De ahí, inicio de ruta con el Aspin, de ida, el Tourmalet, en modo sube y baja por Sainte Marie de Campan, y, de nuevo, el Aspin, de vuelta. La previsión metereológica indicaba que “mañana sol y buen tiempo”, como dirían “la asamblea de majaras” de la canción de Kortatu, por lo tanto, no hay que preocuparse. Sol en la salida, sol en la subida inicial y sol al coronar el Aspin, lo que te permite disfrutar de unas vistas privilegiadas del Pic du Midi de Bigorre. Nada, pues, hace pensar que la cima del Tourmalet será poco menos que una venganza cruel a tanta felicidad.

 

A pesar de unas obras en la carretera sin importancia, del Aspin se baja rápido dejando a mano izquierda el cruce que sube a la Hourquette d’Ancizan. A partir de ahí, y siempre en dirección a Sainte Marie de Campan, suaviza un poco el desnivel. Es un pueblo pequeño pero con clarísimas e inevitables reminiscencias ciclistas como las que detallan las fotografias que publicamos en VOLATA#7: “Ici, la histoire a forgé la légende du Tour de France”, como reza la inscripción en la estatua homenaje a Eugène Christophe, que en 1913 rompió su bicicleta en el descenso del Tourmalet y, sin ayuda mecánica externa -prohibida entonces-, caminó durante diez quilómetros hasta que en el pueblo pudo repararla con sus manos en la herrería de Joseph Bayle. Es el último guiño amable antes de la realidad. Empieza la subida.

Los primeros kilómetros son fáciles y te permiten rodar. Incluso cuándo el desnivel empieza a ser exigente, si llevas un ritmo razonable, el Tourmalet se sube bien. Pero hay algo que falla. Se ve el cambio de ladera, las primeras galerías y poco más: las nubes se adueñan de las vistas y el Pic du Midi de Bigorre se evapora. Pero, bueno, tampoco parece mal plan evitar el sol de julio. Llama la atención la poca presencia de ciclistas en la subida. Apenas te cruzas con coches. Ni turistas.

Al llegar al aparcamiento grande ya no se ve prácticamente nada a más de quince metros; no llueve pero la humedad te ataca. Hace frío. Y, claro, piensas en la vuelta y no parece el mejor escenario, las piernas ya no están tan frescas y buscas excusas. Excusas versus motivaciones. ¿Quién ganará? La discusión se pospone hasta La Mongie y una vez ahí, ya se verá. Aunque, ¿no será demasiado tentador intentar alcanzar la cima? Así que, una vez superada la estación de esquí, queda poco que objetar ya que ni por casualidad piensas en el problema invisible: la bajada.

La cima. Los últimos metros abiertos en la montaña parecen una puerta de entrada al cielo; broma macabra. Ahí, en la parte izquierda hay un bar pequeño dónde un grupo de motoristas españoles insisten con las bromas a una camarera. A la derecha, descansa la eterna iconográfica pensada —o eso parece— para la foto de rigor: el letrero del "Col du Tourmalet. Alt. 2115 m" lleno de pegatinas, la estatua ciclista y la placa con la siguiente leyenda: "Le 21 juillet 1910 le champion Octave LAPIZE a été le premier coureur cycliste a franchir le Col du Tourmalet lors de l’étape Luchon Bayonne du 8e Tour de France". Y ya está.

En el párking de tierra, un par de autocaravanas en formación sirven de refugio, señal que el día va a peor. Toca lanzarse rápido hacia abajo porque hay niebla y no se ve nada. La humedad deja la carretera resbaladiza y hace mucho frío. Es preciso llegar a cotas más bajas. A la primera curva hay un rebaño de vacas en medio de la carretera. Se ven. Los frenos avisan con su chirrido pero llegan a tiempo. A la segunda curva, un rebaño de ovejas que cruzan buscando pasto. Ya no se ven. Los frenos, húmedos, no están y la rueda trasera se va.

Un café con leche y un bikini caliente en La Mongie serán la bomba. Aunque de ahí hasta el coche todavía queda una buena paliza y una bienvenida agria: nada de flores, nada de fotos, nada de homenajes. Ni siquiera un bar abierto. Solo el pub de Arreau, pero cierra en cinco minutos. ¿Y por eso subimos el Tourmalet? ¿Por el placer de contarlo? 

Por eso hay ciclistas. Sufrir es precioso; la literatura es superflua.