…o del sur, depende desde dónde se mire. Si vivir en Holanda tiene alguna ventaja, ésta es la de estar a tan solo unas tres o cuatro horas de distancia de la mayoría de las Clásicas. Y eso es una oportunidad que ningún amante del ciclismo puede dejar escapar.
El fin de semana anterior a La Clásica de las Clásicas, a La Última Locura, al Infierno del Norte; Martijn y yo, junto con otro par de amigos, salimos de ruta. El día era terrible; viento, lluvia, Holanda en estado puro. Pero la previsión era muy diferente para el domingo 9, el domingo en que Cortina debutaría en el Infierno, en el que Boonen se convertirá en historia. “Vámonos al sur” le dije a Martijn. Sabía que no podía decir que no.
Sábado 8. Un buen madrugón, mal café de gasolinera, 350 km en coche, una ruta de reconocimiento en bici y unas frites más tarde, estábamos en el legendario Velódromo, recogiendo un pase que nos daría acceso al mismísimo borde de la carrera. He seguido al pelotón en otras ocasiones y, creedme, esa pegatina en el parabrisas reduce bastante el estrés.
Domingo 9. El gran día. Otro madrugón, otra pequeña ruta, más kilómetros y adoquín en nuestras piernas. Ducha, batería al 100% en las cámaras, batería al 100% en los móviles, emoción al 200%. Decidimos no perseguir la carrera esta vez, elegimos el Carrefour de l’Arbre. Entre el punto 5 y el 4. Adoquín en estado puro. Afición en estado puro.
Las caravanas de aficionados llevan allí desde el miércoles. “Si llegas más tarde” nos cuentan “no entras”. Las radios ya sintonizan la carrera, las barbacoas ya preparan comida, las cervezas ya están frías. Ha hecho frío esa noche, pero los casi 30 grados ya calientan la arena, el adoquín arde esperando las bicis volar. El pulso se acelera. ¿Cuál es el mejor punto para ver pasar al pelotón?
Encontramos un grupo de locos que ¡ha traído la tele de plasma! Allí nos quedamos, siguiendo la carrera. Cortina sufre un desafortunado pinchazo antes de llegar a Arenberg, Van Avermaet necesita cambiar su preciosa BMC y Sagan pincha en un momento decisivo. La respiración se acelera, el pulso se pone a cien… ¡ya llegan!
Tomamos posiciones. A lo lejos la nube de humo. Sobre nosotros los helicópteros. Las bicis remueven la tierra. El ruido del pelotón rodando sobre el legendario pavé. Las ruedas saltan, vuelan, intentando evitar los numerosos huecos. Sagan arriesga, rueda sobre la tierra a milímetros de distancia de la afición en este tramo sin vallas. Las caras de sufrimiento, la sangre en las piernas, apenas se distingue nada. Es un momento salvaje, casi da miedo. Y de repente el silencio. Sin apenas darte cuenta, se alejan, dejando esa niebla tras de sí. La tierra en el pelo, el polvo en la ropa y el sabor dulce de saber que hemos vivido un momento irrepetible.
Siempre podremos decir que despedimos a Boonen, que estuvimos en el Carrefour de l’Arbre, donde Van Avermaet movió ficha para poder ganar ese día, y en la Paris-Roubaix en la que las ruedas de Iván García Cortina tocaron por primera vez el adoquín sobre el que reinarían años más tarde.
Volveremos.