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Laurent Fignon, querido antihéroe

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Marcos Gendre | 23 Jul 2018

Laurent Fignon, querido antihéroe

Laurent Fignon, querido antihéroe

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Como salido de un cuento de Gustave Flaubert, Laurent Fignon fue la viva imagen de un artista bohemio parisino de mediados del siglo XIX. Bajo sus inconfundibles gafas de empollón de época, construyó una carrera forjada a golpe de pedal, en la que sus mayores méritos, los Tours de Francia de 1983 y 1984, quedaron vilmente ensombrecidos por la trágica edición del 89. Ocho míseros segundos tallados a golpe de cincel en su notoria oda a la derrota poética. La misma a la que le hundió su antiguo compañero de equipo Greg LeMond en la fatídica contrarreloj del último día, en los Campos Elíseos; allí donde media Francia —la otra media aún le tenía menos aprecio que al orgulloso Bernard Hinault— esperaba con ansiedad su retorno a la gloria.

Sin embargo las aventuras de Fignon siempre se han escrito sobre la marcha, como un thriller hitchcockiano repleto de giros inesperados. Así fue desde el mismo día que comenzó su vida como ciclista profesional en el mítico Renault del gran estratega Cyrille Guimard, quien vio algo en aquel incorregible ciclista de sinceridad a tumba abierta. Fue capaz de soltarle al intocable Hinault, su jefe de filas en 1983, que entrenara más en invierno para llegar en mejor forma. Sólo un año después, se reía de el Tejón en plena escalada ante su enésimo ataque en la etapa de Alpe d’Huez.

Fignon era un genio de la provocación sin buscarla. Todo por lo que la prensa lo crucificó siempre tenía la perspectiva del titular cosido con ansia de polémica. El rubio detestaba toda reinterpretación de sus palabras y gestos. Para él lo único que le importaba era subirse a una bicicleta y atacar a sus rivales con ansiedad demencial. Como en aquel Giro del 84, delineado para la victoria final de Moser, el ídolo local, donde hasta tuvo que sufrir a un helicóptero que sobrevolaba su cabeza. Literalmente. 

 

Lemond después de la contrareloj de Luxemburgo del Tour de Francia de 1989 (Brian Townsley/CC BY 2.0)

 

El entorno estaba contra él, pero nunca se quejó. Todo lo contrario, él sabía que así sus victorias serían más épicas. Porque, como dijo Jacques Anquetil en su momento: "Si solo vences, tu nombre quedará en las estadísticas. Si convences, entrarás en el libro del imaginario". Y Fignon siempre convencía, ya fuera en la Milan-San Remo del 88 y el 89 o en la Flecha Valona del 86, el francés era de sangre batalladora. Un purasangre rodador fastuosamente dotado para la montaña y el sufrimiento, capaz de participar en la Vuelta a Colombia, donde conoció de primera mano los efectos de la cocaína, y que bien le pudo costar una sanción de un evento; por otro lado, patrocinado por los cárteles… Sus flirteos con las anfetaminas no hicieron más que reflejar la ingenuidad de una época donde la EPO aún no había entrado en escena.

Siempre con un libro a mano, en el descanso entre batalla y batalla, Fignon se sumergía en los mundos de Jean-Paul Sartre y Marguerite Duras, entre otros tantos escritores que parecían haber nacido para dar vida a las hazañas y tragedias que hilaron el guión de un villano sin el que el ciclismo perdería un capítulo básico de su libro de oro.

@Graham Watson

 

* Marcos Gendre es periodista